SERMÓN XXVII[1]

Hoc est praeceptum meum ut diligatis invicem, sicut dilexi vos.

He pronunciado en latín tres palabras que están escritas en el Evangelio. La primer palabra la dice Nuestro Señor: «Éste es mi mandamiento de que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Juan 15,12). En segundo lugar dice: «Os he llamado mis amigos, pues todo cuanto he escuchado alguna vez de mi Padre, os lo he revelado» (Juan 15,15). En tercer lugar dice: «Os he elegido para que vayáis y deis fruto y que el fruto permanezca en vosotros» (Juan 15,16).

Ahora fijaos en la primer palabra, cuando Él dice: «Éste es mi mandamiento». Sobre ello diré una palabra para que «permanezca con vosotros». «Éste es mi mandamiento de que améis.» ¿Qué quiere decir al mandar: «que améis»? Quiere decir una palabrita en la cual debéis fijaros: [El] amor es tan acendrado, tan desnudo, tan retraído en sí mismo que los maestros más destacados dicen[2] que el amor con el que amamos, es el Espíritu Santo. Hubo algunos[3] dispuestos a contradecirlo. Pero, siempre es verdad lo siguiente: en todo movimiento por medio del cual somos inducidos a amar, no nos mueve nada que no sea el Espíritu Santo. [El] amor en lo más acendrado, en lo más retraído, en sí mismo no es sino Dios. Dicen los maestros[4] que la meta por la cual el amor opera todas sus obras, es [la] bondad, y la bondad es Dios. Así como mi ojo no puede hablar ni mi lengua conocer el color, así tampoco [el] amor puede inclinarse hacia ninguna otra cosa que no sea [la] bondad y Dios.

¡Ahora prestad atención! ¿Qué es lo que quiere decir cuando toma tan en serio el hecho de que amemos? Quiere decir que el amor con el cual amamos, debe ser tan acendrado, tan desnudo, tan desasido, que no se debe inclinar ni hacia mí ni hacia mi amigo ni hacia [ninguna cosa] a su lado. Dicen los maestros[5] que no se puede llamar obra buena a ninguna obra buena, ni virtud a ninguna virtud, si no se hacen por amor. [La] virtud es tan noble, tan desasida, tan acendrada, tan desnuda en sí misma que no conoce nada mejor que a sí misma y a Dios.

Él dice, pues: «Éste es mi mandamiento». Cuando alguien me manda [hacer] algo que me resulta dulce, que me es útil y en lo cual reside mi felicidad, entonces me agrada mucho. Cuando tengo sed, la bebida es la que me manda [beber]; cuando tengo hambre, la comida es la que me manda [comer]. Y lo mismo hace Dios; ah sí, [Él manda hacer] cosas tan dulces que todo este mundo no puede ofrecer nada igual. Y quien una sola vez ha probado esta dulzura, de veras, tan poco como Dios es capaz de dar la espalda a su divinidad, tan poco puede semejante hombre desviar su amor de [la] bondad y de Dios; ah sí, le resulta más fácil desasirse de sí mismo y de toda su bienaventuranza y [luego] permanecer con su amor junto a [la] bondad y junto a Dios.

Ahora dice Él: «Que os améis los unos a los otros». ¡Oh, ésta sería una vida noble, sería una vida bienaventurada! ¿No sería una vida noble si cada uno se fijara tanto en la paz de su prójimo como en su propia paz, y su amor fuera tan desnudo y tan acendrado y tan desapegado en sí mismo que no tuviera otra meta que [la] bondad y Dios? Si se preguntara a un hombre bueno: «¿Por qué amas a [la] bondad?» —«¡Por amor de [la] bondad»! «¿Por qué amas a Dios?» —«¡Por amor de Dios!» Y si las cosas son así, que tu amor es tan acendrado, tan desasido, tan desnudo en sí mismo que no amas nada fuera de [la] bondad y de Dios, entonces es una verdad segura que todas las virtudes obradas jamás por todos los hombres, te pertenecen tan completamente como si tú mismo las hubieras obrado, y ello de modo más acendrado y mejor, porque el hecho de que el Papa es Papa, a él le produce a menudo gran trabajo, [mas] tú posees esa virtud de manera más pura y desapegada y con tranquilidad, y ella te pertenece más a ti que a él, siempre y cuando tu amor sea tan acendrado, tan desnudo en sí mismo que no pienses en nada ni ames cosa alguna fuera de [la] bondad y de Dios.

Pues bien, Él dice: «como os he amado». ¿Cómo nos ha amado Dios? Nos amaba cuando [todavía] no existíamos y cuando éramos sus enemigos. Nuestra amistad le hace tanta falta a Dios que no puede esperar hasta que se lo imploremos: viene a nuestro encuentro y nos pide que seamos sus amigos, pues nos solicita que anhelemos ser perdonados por Él. Por ello, Nuestro Señor dice muy acertadamente: «Esta es mi voluntad que oréis por los que os hacen daño» (Cfr. Lucas 6, 28). Debemos tomar muy en serio la oración por los que nos hacen daño. ¿Por qué?… Para cumplir la voluntad de Dios [en el sentido] de que no esperemos hasta que nos rueguen a nosotros, deberíamos decir [más bien]: «¡Amigo, perdóname por haberte entristecido!» Y deberíamos tomar igualmente en serio la virtud: cuanto mayor fuera el esfuerzo, tanto mayor debería ser nuestro empeño en [conseguir] la virtud. Del mismo modo, tu amor ha de ser uno solo porque [el] amor no quiere estar sino allí donde hay igualdad y unidad. Entre un patrono y un siervo suyo no hay paz, porque ahí no hay igualdad. Una mujer y un hombre son desiguales entre sí, mas en el amor son bien iguales. Por eso, la Escritura dice muy acertadamente que Dios tomó a la mujer de la costilla y del costado del varón (Génesis 2, 22), y no de la cabeza ni de los pies; porque donde hay dos, hay [un] defecto. ¿Por qué?… Porque lo uno no es lo otro, pues este «no» que produce diferenciación, no es sino amargura ya que en ese caso no hay paz. Si tengo una manzana en la mano, entonces es placentera para mi vista, mas a la boca se la priva de su dulzura. En cambio, si la como, le quito a mi vista el placer que me da. De este modo pues, dos no pueden existir juntos porque uno [de ellos] ha de perder su ser.

Por ende, dice Él: «¡Amaos los unos a los otros!», esto quiere decir: el uno en el otro. Sobre este punto la Escritura se expresa muy hermosamente. San Juan dice: «Dios es amor y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él» (1 Juan 4, 16). ¡Ah sí, lo dice con gran acierto! [Pues], si Dios permaneciera en mí y yo no permaneciese en Dios, o si yo permaneciera en Dios pero Dios no permaneciese en mí, no habría nada más que discordia. Mas, si Dios permanece en mí y yo en Dios, yo no valgo menos y Dios no es más elevado. Ahora podríais decir: ¡Señor, tú dices que yo tengo que amar, pero yo no sé amar! Sobre este [punto] se expresa Nuestro Señor muy acertadamente cuando le dijo a San Pedro: «¿Pedro, me amas?» —«Señor, tú sabes muy bien que te amo» (Cfr. Juan 21, 15). Si tú me lo has dado, Señor, te amo; si no me lo has dado, no te amo.

Ahora prestad atención a la segunda palabrita, allí donde dice: «Os he llamado mis amigos, porque os he revelado todo cuanto he escuchado de mi Padre» (Juan 15,15). Observad, pues, que Él dice: «Os he llamado mis amigos». En el mismo origen donde surge el Hijo —allí donde el Padre enuncia su Verbo eterno— y del mismo corazón surge y emana también el Espíritu Santo[6]. Y si el Espíritu Santo no hubiera emanado del Hijo, no se habría conocido ninguna diferencia entre el Hijo y el Espíritu Santo. Cuando prediqué, pues, en el día de la Trinidad[7], pronuncié en latín la [siguiente] palabrita: Que el Padre había dado a su Hijo unigénito todo cuanto es capaz de ofrecer —toda su divinidad, toda su bienaventuranza— sin reservarse nada para sí mismo. Entonces surgió una pregunta: ¿Le dio también su peculiaridad? Y yo contesté: ¡Así es! porque la paterna peculiaridad de engendrar no es otra cosa que Dios; y yo acabo de decir que Él no se ha reservado nada para sí. De cierto digo: La raíz de la divinidad la enuncia totalmente en su Hijo. Por ello dice San Felipe: «¡Señor, muéstranos al Padre y nos basta!» (Juan 14, 8). Un árbol que da frutos, empuja sus frutos hacia fuera. Quien me da el fruto, no me da [necesariamente] el árbol. Pero quien me da el árbol y la raíz y el fruto, me ha dado más. Ahora bien, Él dice: «Os he llamado mis amigos» (Juan 15,15). De cierto, en el mismo nacimiento en el cual el Padre engendra a su Hijo unigénito y le da la raíz y toda su divinidad y toda su bienaventuranza, y no se reserva nada para sí, en este mismo nacimiento nos llama amigos suyos. Si bien tú no oyes ni entiendes nada de ese hablar, existe, sin embargo, una potencia en el alma —de aquélla hablé cuando prediqué aquí el otro día[8]— esta [potencia] se halla completamente desapegada y del todo pura en sí misma y [tiene] íntimo parentesco con la naturaleza divina: en esta potencia [el hablar] se entiende. De ahí que Él diga muy acertadamente: «Por ello os he revelado todo cuanto he escuchado de mi Padre» (Juan 15, 15).

Ahora bien, Él dice: «lo que he escuchado». El hablar del Padre es su «engendrar», el «escuchar» del Hijo es su «nacer». Él dice pues: «Todo cuanto he escuchado de mi Padre». Ah sí, todo cuanto ha escuchado de su Padre desde la eternidad, nos lo ha revelado sin ocultarnos nada de ello. Digo yo: Y si hubiera escuchado mil veces más, nos lo habría revelado sin ocultarnos nada de ello. Así también nosotros, no le debemos ocultar nada a Dios; debemos revelarle todo cuanto somos capaces de ofrecer[le]. Porque, si reservaras algo para ti, perderías en igual proporción parte de tu eterna bienaventuranza, ya que Dios no nos ha ocultado nada de lo suyo. Estas palabras les parecen difíciles a algunas personas. Pero, por ello, nadie ha de desesperarse. Cuanto más te entregues a Dios, tanto más Dios, a su vez, se te dará Él mismo; cuanto más te despojes de ti mismo, tanto mayor será tu eterna bienaventuranza. El otro día, cuando rezaba mi Padrenuestro, que Dios mismo nos enseñara, pensé: Cuando decimos «¡Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad!» (Mateo 6, 10), le rogamos siempre a Dios que nos despoje de nosotros mismos.

Esta vez ya no hablaré de la tercera palabrita[9] donde dice: «Os he elegido —saciado [saciado]— tranquilizado [tranquilizado] — confirmado [confirmado]— para que vayáis y deis fruto y el fruto permanezca con vosotros» (Cfr. Juan 15,16). Mas ese fruto nadie lo conoce sino Dios solo.

Y que la eterna Verdad de la cual he hablado, nos ayude para que obtengamos ese fruto. Amén.


 



[1] Encabezamiento: «Para el día de Santiago». El texto de Juan 15, 16 se halla en el gradual de la misa de la Fiesta del apóstol San Jacobo, el mayor (25 de julio). Juan 15, 12 a 16 figuraba en el antiguo misal de los domingos en el Commune apostolorum como texto del Evangelio.

[2] Eckhart se refiere, entre otros, a Petrus Lombardus (Sent. I d. 17 c. 1 n. 143) quien, a su vez, remite a Augustinus (De trin. XV).

[3] Thomas, S. theol. II II q. 23 a 2.

[4] Véase, por ejemplo, Thomas, S. theol III q. 27 a. 1.

[5] Cfr. Thomas, S. theol. III q. 62 a. 4.

[6] Según el Symbolum Nicaeno - Constantinopolitanum el Espíritu Santo procede del padre y del Hijo. Quint (tomo II p. 51 n. 2) considera que Eckhart usa una expresión abreviada, y remite también a Thomas, S. theol. I q. 36 a. 2.

[7] En el Sermo II de la obra latina.

[8] Quint opina que se refiere al Sermón XXVI.

[9] Eckhart trata esta «tercera palabrita» detalladamente en el Sermón siguiente, el XXVIII.