SERMÓN XXXII[1]

Consideravit semitas domus suae et panem otiosa non comedit.

«Una buena mujer alumbró los senderos de su casa y no comió ociosa su pan» (Prov. 31, 27).

Esa casa significa el alma en su totalidad, y los senderos de la casa representan a las potencias del alma. Dice un viejo maestro[2] que el alma está hecha entre uno y dos. Uno es la eternidad que se preserva siempre sola y es uniforme. Dos, [empero], es el tiempo que se transforma y multiplica. [Con eso] quiere decir que el alma, con las potencias más elevadas, toca a la eternidad, o sea, a Dios; y con las potencias inferiores toca al tiempo y por ello es sometida al cambio y se inclina hacia las cosas corpóreas y, al hacerlo, pierde su nobleza. Si el alma pudiera conocer íntegramente a Dios, como [hacen] los ángeles, nunca habría entrado en el cuerpo. Si pudiera conocer a Dios sin el mundo, éste nunca habría sido creado a causa de ella. El mundo fue creado a causa de ella con la finalidad de que la vista del alma fuera ejercitada y fortalecida para que fuese capaz de soportar la luz divina. Así como la luz del sol no se proyecta sobre la tierra sin ser envuelta por el aire y desparramada sobre otras cosas, ya que de otra manera la vista humana no la podría soportar, así también la luz divina es fortísima y tan clara que la vista del alma no la podría soportar sin ser fortalecida y elevada por la materia y las parábolas, y de esta manera es conducida hasta la luz divina y aclimatada dentro de ella.

El alma toca a Dios con las potencias supremas; debido a ello está formada a [semejanza de] Dios. Dios se halla formado a semejanza de sí mismo y tiene su imagen de Él mismo y de nadie más. Su imagen consiste en que se conoce a fondo, no siendo nada más que luz. Cuando el alma lo toca con verdadero conocimiento, ella se le asemeja en esta imagen. Cuando un sello se imprime en cera verde o colorada o en un paño, se produce en todo caso una imagen. [Mas] cuando el sello traspasa completamente la cera de modo que no sobra ninguna cera que no sea acuñada por el sello, ella constituye una sola cosa con el sello, sin distinción alguna. De la misma manera el alma, cuando toca a Dios con verdadero conocimiento, le es unida totalmente en la imagen y en la semejanza. Dice San Agustín[3] que el alma es tan noble y fue creada tan por encima de todas las criaturas que ninguna cosa perecedera, que perecerá en el Día del Juicio Final, es capaz de hablar ni obrar en el interior del alma sin mediación y sin mensajeros. Éstos son los ojos y los oídos y los cinco sentidos; ellos son los «senderos» por los cuales el alma sale al mundo y el mundo, a su vez, retorna al alma por estos senderos. Dice un maestro[4] que «las potencias del alma han de regresar al alma con grandes ganancias». Cuando salen, siempre traen algo de vuelta. Por ello, el hombre debe vigilar afanosamente sus ojos para que no traigan nada nocivo para el alma. Tengo esta certeza: cualquier cosa que ve el hombre bueno, lo perfecciona. Cuando ve cosas malas, le da las gracias a Dios por haberlo puesto a salvo de ellas, y reza por aquel en quien aparece [el mal], para que Dios lo convierta. [Mas] cuando ve algo bueno, anhela que sea realizado en él.

Esta [forma de] mirar debe tener carácter doble: que depongamos lo nocivo y suplamos aquello de que carecemos. Ya he dicho en otras oportunidades: Quienes ayunan mucho y pasan mucho tiempo en vela y hacen grandes obras, mas no corrigen sus defectos ni su conducta, en lo cual consiste el verdadero progreso, se engañan a sí mismos y el diablo se burla de ellos. Un hombre poseía un erizo con el que se enriqueció. Vivía cerca de un lago. Cuando el erizo notaba hacia donde soplaba el viento, se le erizaba el cuero y volvía el lomo hacia ese lado. Entonces el hombre iba al lago y decía a [los barqueros]: «¿Qué queréis darme si yo os indico hacia donde sopla el viento?», y [de esta manera] vendía el viento y se hizo rico[5]. Así también el hombre de veras se enriquecería de virtudes, si examinara cuál era su lado más flaco para corregirse y hacer un esfuerzo por superar esa [flaqueza].

Así procedió Santa Isabel con gran empeño. «Había contemplado» prudentemente «los senderos de su casa». Por eso «no temía el invierno porque su servidumbre tenía vestimenta doble» (Prov. 31, 21). Pues andaba con ojo avizor respecto a todo cuanto podía dañarla. En cuanto a sus flaquezas ponía todo su empeño por convertirlas en perfecciones. Por eso «no comió ociosa su pan». También había dirigido hacia Nuestro Dios sus potencias supremas. Son tres las potencias supremas del alma. La primera es el conocimiento; la segunda [la] irascibilis, la cual es una potencia tendente hacia arriba; la tercera es la voluntad. Cuando el alma se entrega al conocimiento de la recta verdad, [o sea] la potencia simple en la cual se conoce a Dios, entonces el alma se llama una luz. Y Dios es también una luz y cuando la luz divina se vierte en el alma, ésta es unida a Dios como una luz a otra. Entonces se llama la luz de la fe y esta es una virtud teologal. Y adonde el alma no puede llegar con sus sentidos y potencias, allí la lleva la fe.

La segunda es la potencia tendente hacia arriba; su obra por excelencia es el tender hacia arriba. Así como es propio del ojo ver figuras y colores, y del oído oír dulces sonidos y voces, así es acción propia del alma tender ininterrumpidamente hacia arriba con esta potencia; mas, si mira a un lado, cae víctima del orgullo, lo cual es un pecado. No soporta que haya algo por encima de ella. Creo que ni siquiera puede soportar que Dios se encuentre por encima de ella; cuando Él no se halla dentro de ella, y cuando no las pasa tan bien como Él mismo, no puede descansar nunca. En esta potencia Dios es aprehendido dentro del alma en cuanto sea posible a la criatura, y en este sentido se habla de la esperanza que es también una virtud teologal. En ella, el alma tiene tan grande confianza en Dios que le parece que Dios no tiene nada en todo su ser que no le sea posible recibir. Dice el señor Salomón que «el agua hurtada es más dulce» que otra (Prov. 9, 17). Y afirma San Agustín[6]: Me resultaban más dulces las peras que robaba que las que me compraba mi madre; justamente porque me estaban prohibidas y vedadas. Así también le resulta más dulce al alma esa gracia que ella conquista con especial sabiduría y empeño antes que aquella que es común a todo el mundo.

La tercera potencia es la voluntad interior que, cual rostro, siempre está vuelta hacia Dios en la voluntad divina y dentro de sí recoge de Dios el amor. Ahí Dios es conducido a través del alma, y el alma es conducida a través de Dios; y esto se llama un amor divino y es también una virtud teologal. [La] bienaventuranza divina reside en tres cosas: precisamente en [el] conocimiento con el cual Él se conoce íntegramente, en segundo término, en [la] libertad de modo que permanece incomprendido e incoercible para toda su creación y [finalmente], en la completa suficiencia con la cual es suficiente para Él mismo y para toda criatura. Pues, la perfección del alma reside también en lo siguiente: en [el] conocimiento y en [la] comprensión de que Dios la ha aprehendido, y en [la] unión con el amor cabal. ¿Queremos saber qué es el pecado? Volver la espalda a la bienaventuranza y a la virtud, de esto proviene cualquier pecado. Esos senderos los debe mirar toda alma bienaventurada. Por eso «no teme el invierno porque su servidumbre lleva puesta, también, vestimenta doble», como dice de ella [Isabel] la Escritura. Estaba vestida de fortaleza para resistir a toda imperfección, y adornada con la verdad (Prov. 31, 25 a 26). Esta mujer, hacia fuera, ante el mundo, gozaba de riquezas y honores, mas en su fuero íntimo adoraba [la] verdadera pobreza. Y cuando le faltaba el consuelo externo, se refugiaba con Aquel con quien se refugian todas las criaturas, y ella despreciaba al mundo y a sí misma. Así consiguió superarse a sí misma y despreciaba que la despreciaran, de modo que ya no se preocupaba por ello ni renunciaba a su perfección. Con el corazón puro anhelaba que se le permitiera lavar y cuidar a personas enfermas y sucias.

Que Dios nos ayude para que alumbremos así los senderos de nuestra casa y que no comamos ociosos nuestro pan. Amén.




[1] Atribución: «Sermo m.<agistri> Eghardi». Encabezamiento: «Sermo de sanctis». El texto bíblico corresponde a la Epístola de la Fiesta de Santa Isabel de Turingia (19 de noviembre).

[2] Cfr. Alcher de Clairvaux, De spiritu et anima c. 47.

[3] Cfr. Augustinus, En. in Ps. 146 n. 13.

[4] Cfr. Avicenna, De an. I c. 5.

[5] El ejemplo del erizo se halla (según Quint, tomo II p. 140 n. 1) en Avicenna, De animal VIII c. 4; en Aristóteles, De hist. animal. IX, c. 6; en Albertus Magnus, De animal. VIII, tr. 2 c. 2, n. 50.

[6] Cfr. Augustinus, Confess. 1. II c. 4. a. 9.