SERMÓN XXXVII[1]

Vir meus servus tuus mortuus est.

«Una mujer le dijo al profeta: “Señor, mi marido, tu siervo, está muerto. Ahora se presentan aquellos con quienes tenemos deudas y se llevarán a mis dos hijos y les harán servirles por su deuda, y yo no tengo nada excepto un poco de aceite”. El profeta dijo: “Entonces pide prestados unos recipientes vacíos y vierte un poco en cada uno; esto crecerá y aumentará. Véndelo y salda tu deuda y redime a tus dos hijos. Con lo que sobre, aliméntate a ti y a tus dos hijos”» (Cfr. 4 Reyes 4, 1 ss.).

La chispita del entendimiento, ésta es la cabeza del alma, se llama el «marido» del alma, y es algo así como una chispita de la naturaleza divina, una luz divina, un rayo y una imagen inculcada, de naturaleza divina. Leemos sobre una mujer que le pidió un don a Dios (Cfr. Juan 4, 7 y 15). El primer don que da Dios, es el Espíritu Santo; en Él Dios da todos sus dones: esto es «agua viva. A quien la doy, nunca jamás tendrá sed» (Cfr. Juan 4, 10 y 13). Esta agua es gracia y luz y surge en el alma y surge adentro y se eleva y «salta hasta la eternidad» (Cfr. Juan 4, 14). «Entonces dijo la mujer: “¡Señor, dame de esa agua!” (Cfr. Juan 4, 15). Entonces dijo Nuestro Señor: “¡Tráeme a tu marido!” Entonces dijo ella: “Señor, no tengo ningún [marido]”. Entonces dijo Nuestro Señor: “Tienes razón; no tienes ninguno; pero has tenido cinco y el que ahora tienes, no es tuyo”» (Juan 4, 16 ss.). San Agustín opina[2]:

«¿Por qué dijo Nuestro Señor: “Tienes razón”? Él quiere decir: Los cinco maridos son los cinco sentidos; te poseyeron en tu juventud según su entera voluntad y sus apetitos. Ahora, a tu edad madura, tienes uno que no es tuyo: es el entendimiento al que no obedeces». Cuando este «marido» está muerto, las cosas andan mal. El que el alma se separe del cuerpo causa gran dolor; pero el que Dios se separe del alma, duele sobremanera. Así como el alma le da vida al cuerpo, así Dios le da vida al alma. Del mismo modo que el alma se derrama por todos los miembros, Dios se introduce fluyendo en todas las potencias del alma y las atraviesa en forma tal que ellas siguen derramándole [a Dios] con bondad y amor sobre todo cuanto se halla cerca de ellas, para que todo esto lo perciba. Así, Él sigue fluyendo todo el tiempo, quiere decir, por encima del tiempo en la eternidad y en aquella vida en la cual viven todas las cosas. Por eso, Nuestro Señor le dijo a la mujer: «Doy el agua viva. Quien beba de esta agua, nunca jamás volverá a tener sed y vivirá la vida eterna» (Juan 4, 13 s.).

Ahora bien, dice la mujer: «Señor, mi marido, tu siervo, está muerto». «Siervo» significa lo mismo que alguien que recibe y conserva [algo] para su señor. Si lo retuviera para sí mismo, sería un ladrón. [El] entendimiento es «siervo» en sentido propio antes que [la] voluntad o [el] amor. [La] voluntad y [el] amor se dirigen hacia Dios en cuanto es bueno, y si no fuera bueno, no se fijarían en Él. [El] entendimiento [empero] empuja hacia arriba, hacia la esencia, antes de pensar en [la] bondad o [el] poder o [la] sabiduría o cualquier cosa que sea accidental. No tiene en cuenta las cosas que se han añadido a Dios; lo toma a Él en Él [= en su sí mismo]; se hunde en el ser y toma a Dios tal como es ser puro. Y aunque Él no fuera ni sabio ni bueno ni justo, lo tomaría, no obstante, tal como es ser puro. En esto [el] entendimiento se parece al orden supremo de los ángeles, que contiene los tres coros: [los] Tronos que recogen en ellos a Dios y lo conservan en sí y Dios descansa en ellos, [los] Querubines que conocen a Dios y persisten en ello, los Serafines que son el fuego. A éstos se asemeja [el] entendimiento y conserva a Dios en sí mismo. Junto con estos ángeles, [el] entendimiento concibe a Dios en su vestuario, desnudo, tal como es Uno sin distinción.

Pues bien, la mujer dice: «Señor, mi marido, tu siervo, está muerto. Se presentan aquellos con quienes tenemos deudas y se llevarán a mis dos hijos». ¿Qué es lo que son los «dos hijos» del alma? San Agustín —y junto con él otro maestro pagano[3]— habla de los dos rostros del alma. Uno está dirigido hacia este mundo y el cuerpo; en él [el alma] obra [la] virtud y [el] arte y [la] vida santificante. El otro rostro está dirigido directamente hacia Dios. En él reside continuamente la luz divina y ésta obra allí adentro por más que ella [= el alma] no lo sepa, porque no se halla en su casa. Si la chispita del alma se toma pura en Dios, entonces el «marido» vive. Ahí se da el nacimiento, ahí nace el Hijo. Este nacimiento no ocurre una vez por año ni una vez por mes ni una vez por día, sino en todo momento, es decir, por encima del tiempo en la vastedad donde no existen ni acá ni instante ni naturaleza ni pensamiento. Por eso, decimos «hijo» y no «hija».

Ahora hablaremos de los «dos hijos» en sentido diferente; quiere decir, del conocimiento y [la] voluntad. [El] conocimiento prorrumpe, él primero, del entendimiento y luego, [la] voluntad sale de ambos. ¡De esto, nada más!…

Ahora nos referiremos en otro sentido a los «dos hijos» del entendimiento. Uno es [la] posibilidad [= el entendimiento posible], el otro es [la] actividad [= el entendimiento activo][4]. Resulta que un maestro pagano dice[5]: «El alma tiene en esta potencia [= el entendimiento posible] la capacidad de llegar a ser espiritualmente todas las cosas». En la fuerza operante se parece al Padre y obra todas las cosas con destino a un nuevo ser. Dios hubiera querido imprimirle la naturaleza de todas las criaturas; pero ella no existía antes que el mundo. Antes de que este mundo fuera creado en sí mismo, Dios había creado todo este mundo espiritualmente en cada uno de los ángeles. El ángel posee dos conocimientos. Uno es una luz matutina, el otro una luz vespertina. La luz matutina consiste en que el [ángel] ve todas las cosas en Dios. La luz vespertina consiste en que ve todas las cosas a su luz natural. Si él saliera, introduciéndose en las cosas, se haría de noche. Pero resulta que él se mantiene adentro [en la luz] y por eso se la llama luz vespertina. Decimos que los ángeles se alegran cuando el hombre hace una buena obra. Nuestros maestros preguntan[6] si los ángeles se entristecen cuando el hombre comete un pecado. Nosotros decimos: ¡No!, porque ellos miran la justicia de Dios y ahí perciben con su mirada las cosas tales como son en Dios. Por ello no se pueden entristecer. Ahora bien, [el] entendimiento, en cuanto potencia posible, se parece a la luz natural de los ángeles, que es la luz vespertina. Con la fuerza operante levanta todas las cosas hasta Dios y es todas las cosas a la luz matutina.

Pues bien, la mujer dice: «Se presentan aquellos con quienes tenemos deudas y tomarán a mis dos hijos como criados». A lo cual dice el profeta: «¡Pídeles a tus vecinos unos recipientes vacíos!» Estos «vecinos» son todas las criaturas y los cinco sentidos y todas las potencias del alma —y el alma abarca en sí muchas potencias que obran muy secretamente— y también los ángeles. A todos estos «vecinos» les debes «pedir prestados unos recipientes vacíos».

Que Dios nos ayude para que pidamos «prestados» muchos «recipientes vacíos» y que todos ellos sean llenados con la divina sabiduría a fin de que podamos «saldar» nuestras «deudas» y vivir eternamente con «lo que sobre». Amén.


 



[1] Atribución: «S<ermo> m<agistri> Eghardi» y otras. Encabezamiento: «Sermo de tempore». El texto bíblico corresponde a la Epístola del martes después del tercer domingo de Pentecostés.

[2] Augustinus, In Ioh. tr. 15 n. 18 s.

[3] Augustinus, De trinitate 1. XII c. 7 n. 10. El «maestro pagano»: Avicenna, De an. I c. 5.

[4] Aristóteles distingue entre <@ØH B@40J4P`H y <@ØH B"h0J4P`H, en latín intellectus possibilis e intellectus agens.

[5] Avicenna, Met. IX c. 7.

[6] Cfr. Thomas, S. theol. Suppl. q. 87 a. 1 ad 3.