SERMÓN XXXVIII[1]
In illo tempore missus est angelus Gabriel a deo: ave gratia plena, dominus tecum.
Estas palabras las escribe San Lucas:
«En aquel tiempo, Dios envió al ángel Gabriel». ¿En qué tiempo? «En
el sexto mes» en el que Juan Bautista se hallaba en el vientre de su madre
(Cfr. Lucas 1, 26 y 28).
Si alguien me preguntara: ¿Por qué rezamos, por qué ayunamos, por qué
hacemos todas nuestras obras, por qué somos bautizados, por qué se hizo
hombre Dios, lo cual fue [el hecho] más sublime?, yo diría: A fin de que
Dios naciera en el alma y el alma naciera en Dios. Por esta razón se escribió
toda la Escritura, por ello creó Dios el mundo y toda la naturaleza
angelical: para que Dios naciera en el alma y el alma naciera en Dios. La
naturaleza de cualquier grano tiene el trigo por objeto, y la naturaleza de
todo tesoro tiene el oro por objeto, y todo alumbramiento tiene el ser humano
por objeto. Por ello dice un maestro[2]:
No se encuentra ningún animal que no tenga algo en común con el hombre.
«En aquel tiempo.» Al principio, cuando la palabra es recibida por mi
entendimiento, ella es tan acendrada y sutil que es una palabra verdadera
antes de ser configurada en mi pensamiento. En tercera [instancia] es
pronunciada exteriormente por la boca y luego no es sino una manifestación de
la palabra interior. Así también, la palabra eterna es pronunciada
interiormente en el corazón del alma, en lo más íntimo, en lo más
acendrado, en la cabeza del alma, de la que hablé el otro día, [o sea] en
[el] entendimiento: ahí adentro se realiza el nacimiento. Quien no tuviera
nada fuera de una idea plena y una esperanza de que así fuese, tendría ganas
de saber cómo se realiza ese nacimiento y qué es lo que ayuda para que tenga
lugar.
San Pablo dice: «En la
plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo» (Gal. 4,4). San Agustín explica[3]
qué es «la plenitud del tiempo». «Allí, donde ya no hay tiempo, se da
“la plenitud del tiempo”.» Cuando ya no queda nada del día, el día está
en su plenitud. Esta es una verdad fundamental: cuando comienza este
nacimiento, todo el tiempo debe haber desaparecido, porque no hay nada que
ponga tantos obstáculos a ese nacimiento como [el] tiempo y [las] criaturas.
Es una verdad segura que el tiempo no puede tocar ni a Dios ni al alma en
cuanto a su naturaleza. Si el alma pudiera ser tocada por [el] tiempo, no sería
alma, y si Dios pudiese ser tocado por [el] tiempo, no sería Dios. Pero, si
fuera posible que el tiempo tocara al alma, Dios nunca podría nacer en ella,
y ella no podría nacer jamás en Dios. Cuando Dios ha de nacer en el alma,
todo cuanto es tiempo la debe haber abandonado, o ella debe haberse escapado
del tiempo con [su] voluntad o [sus] anhelos.
[He aquí] otro significado de «plenitud del tiempo». Si alguien
tuviera la habilidad y el poder de modo que pudiese concentrar en un «ahora»
presente el tiempo y todo cuanto jamás ha sucedido en el tiempo, durante seis
mil años, y lo que todavía habrá de acontecer hasta el fin, esto sería «plenitud
del tiempo». Ese es el «ahora» de la eternidad en el que el alma conoce en
Dios todas las cosas como nuevas y lozanas y presentes, y con el placer [con
que conozco las cosas] que tengo presentes ahora mismo. El otro día leí en
un libro[4]
—¡ojalá alguien supiera escrutarlo a fondo!— que Dios hace al mundo
ahora como en el primer día cuando creó al mundo. En este [aspecto] Dios es
rico y esto es el reino de Dios. El alma en la cual Dios habrá de nacer, debe
ser abandonada por el tiempo y escaparse del tiempo, y ha de elevarse y
persistir con la mirada fija en esta riqueza divina: ahí hay extensión sin
extensión y anchura sin anchura; ahí el alma conoce todas las cosas y las
conoce perfectamente.
Los maestros escriben[5]
que sería inverosímil si se afirmara cuál es la extensión del cielo:
[pero], la menor potencia que se halla en mi alma es más extensa que el
extenso cielo; para ni siquiera hablar del entendimiento que es extenso sin
extensión. En la cabeza del alma, [o sea] en [el] entendimiento, me hallo tan
cerca del lugar [que se encuentra] a más de mil millas de allende el mar,
como del lugar que ocupo ahora. En esa extensión y en esa riqueza de Dios
conoce el alma, ahí nada se le escapa y ahí ya no espera nada.
«El ángel fue enviado.» Dicen los maestros[6]
que la cantidad de ángeles constituye un número más allá de todo número.
Su cantidad es tan grande que ningún número los puede abarcar; tampoco es
posible imaginar su número. Para quien fuese capaz de concebir [la]
diferenciación sin número y sin cantidad, ciento sería lo mismo que uno.
Aunque hubiera cien personas en la divinidad: aquel que supiera distinguir sin
número ni cantidad, no conocería más que un solo Dios. La gente incrédula
y algunas personas cristianas iletradas se sorprenden de ello, incluso algunos
frailes saben al respecto tan poco como una piedra: entienden por tres, tres
vacas o tres piedras. Pero quien sabe concebir la diferenciación en Dios sin
número ni cantidad, éste conoce que tres personas son un solo Dios.
El ángel tiene también muy alto nivel: los más distinguidos de los maestros
dicen[7]
que cada ángel posee una naturaleza entera. Es como si hubiera un hombre que
tuviese todo cuanto todos los hombres juntos han poseído alguna vez, lo que
poseen ahora y habrán de poseer en cualquier momento, en lo que a poder y
sabiduría y todas las cosas se refiere, esto sería un milagro y, sin
embargo, él no sería nada más que un hombre, porque ese hombre poseería
todo cuanto tienen todos los hombres y, no obstante, se hallaría lejos de los
ángeles. Así, pues, cualquier ángel posee una naturaleza entera [para sí]
y se halla separado de otro, como un animal de otro que es de diferente
especie. Dios es rico en esa cantidad de ángeles, y quien llega a conocer
este hecho, conoce el reino de Dios[8].
Ella [= la cantidad de ángeles] representa el reino de Dios, así como un señor
es representado por la cantidad de sus caballeros. Por ello se llama: «Un señor-Dios
de los ejércitos» (Isaías 1, 24 et
passim). Toda esa cantidad de ángeles, por sublimes que sean, colaboran y
ayudan para que Dios nazca en el alma, es decir: sienten placer y alegría y
deleite por el nacimiento; [mas] no obran nada. Ahí no existe ninguna obra de
las criaturas, pues Dios opera, Él solo, el nacimiento: en este aspecto les
corresponde [sólo] una obra servil a los ángeles. Todo cuanto coopera en
ello, constituye una obra servil.
El ángel se llamaba «Gabriel». Hizo también lo que decía su nombre. [En el fondo] se llamaba tan poco Gabriel como Conrado. Nadie puede conocer el nombre del ángel. Allí donde el ángel recibe su nombre, no ha llegado jamas ningún maestro ni inteligencia alguna; acaso sea innominado[9]. El alma tampoco tiene nombre; así como no se puede hallar ningún nombre propiamente dicho para Dios, tampoco se puede encontrar ningún nombre propiamente dicho para el alma, si bien se han escrito gruesos libros[10] sobre este [tema]. Pero, en cuanto ella [= el alma] fija sus miradas en las obras, se le da un nombre. Un carpintero: éste no es su nombre, pero recibe el nombre por la obra en la cual demuestra ser maestro. El nombre «Gabriel» lo tomó de la obra cuyo encargado era, porque «Gabriel» significa «fortaleza» (Cfr. Lucas 1, 35). En tal nacimiento, Dios opera poderosamente o produce fortaleza. ¿A qué cosa tiende toda la fuerza de la naturaleza?… a que ella quiere engendrar a sí misma. ¿A qué tiende toda la naturaleza que actúa en el nacimiento?… a que quiere engendrar a ella misma. La naturaleza de mi padre quería, en su naturaleza [de padre], engendrar a un padre. Cuando eso no fue posible, quiso engendrar un [algo] que le fuera parecido en todo. Cuando tampoco le alcanzó la fuerza [para tal cosa], produjo lo más parecido de que era capaz: esto era un hijo. Mas, cuando la fuerza alcanza para menos aún o hay otro contratiempo, produce un hombre menos parecido aún10a. Pero en Dios, hay plena fuerza; por eso produce su vivo retrato en su nacimiento. Todo lo que es Dios, en cuanto a poder y verdad y sabiduría, lo engendra íntegramente en el alma.
San Agustín dice[11]:
«El alma se iguala a aquello que ama. Si ama cosas terrestres, se vuelve
terrestre. Si ama a Dios» —podría preguntarse— «se convierte entonces
en Dios?» Si yo dijera tal cosa les parecería increíble a quienes tienen la
inteligencia demasiado pobre y no lo comprenden. Pero San Agustín dice: «Yo no lo digo, antes bien os remito a la Escritura
que expresa: “He dicho que sois dioses”» (Salmo 81, 6). Quien poseyera un
poco no más de la riqueza a la que me he referido antes, sea [que le haya
echado] una mirada, o sea [que tenga] sólo una esperanza o convicción
[respecto a ella], ¡éste sí lo comprendería bien! Nunca cosa alguna llegó
a ser tan afín ni tan igual ni tan unida por un nacimiento, como le sucede al
alma para con Dios en ese nacimiento. Si se ocasiona algún impedimento, de
modo que ella no se [le] asemeja en todo sentido, no es culpa de Dios; en la
medida en que se pierden sus insuficiencias, en esta misma medida Él se la
iguala. El hecho de que el carpintero no pueda hacer una casa hermosa con
madera apolillada, no es culpa suya, la falla reside en la madera. Lo mismo
sucede con la operación divina en el alma. Si el ángel más humilde pudiera
configurarse o nacer en el alma, todo el mundo no sería nada en comparación;
porque gracias a una sola chispita del ángel, reverdece, se cubre de hojas y
resplandece todo cuanto hay en el mundo. Mas, este nacimiento lo obra Dios
mismo; ahí el ángel no puede realizar ninguna obra fuera de una obra servil.
«Ave», esto quiere decir, «sin dolor»[12].
Quien se abstiene de las criaturas, se halla «sin dolor» y sin infierno, y
quien es y tiene criatura en un grado mínimo, tiene un mínimo de dolor. He
dicho algunas veces: Quien posee lo menos del mundo, lo posee en grado máximo.
A nadie el mundo le pertenece tanto como a aquel que ha dejado a todo el
mundo. ¿Sabéis por qué razón Dios es Dios? Dios es Dios porque carece de
criatura[13].
Él nunca se nombró en el tiempo. En el tiempo hay criaturas y pecado y
muerte. En cierto sentido éstos tienen un parentesco, y como el alma ahí se
ha escapado del tiempo, no hay [en esa situación] ni dolor ni pena; ahí
hasta el infortunio se le convierte en alegría. Todo cuanto se puede imaginar
jamás de placer y de alegría, de deleite y de cosas dignas de ser amadas, si
se lo compara con el deleite inherente a ese nacimiento, no es alegría.
«Llena de gracia.» La más insignificante de las obras de la gracia es
más elevada que todos los ángeles en [su] naturaleza. Dice San Agustín[14]
que una obra de gracia, hecha por Dios —por ejemplo, que convierte a un
pecador y hace de él un hombre bueno—, es más grande que si creara un
mundo nuevo. A Dios le resulta tan fácil darles vuelta [el] cielo y [la]
tierra, como es para mí darle vuelta una manzana en mi mano. Donde hay gracia
dentro del alma, allí [todo] es tan puro y tan semejante y afín a Dios, y
[la] gracia carece tanto de obra como no la hay en el nacimiento del cual he
hablado antes. [La] gracia no realiza ninguna obra. San «Juan nunca hizo ningún
prodigio» (Juan 10, 41)[15].
La obra [empero] que el ángel opera en Dios [= la obra servil] es tan sublime
que nunca maestro o intelecto algunos podrían llegar a comprenderla. Pero, de
esa obra cae una astilla —como cae una astilla de una viga que se
desbasta— [o sea] un resplandor; eso sucede allí donde el ángel con su
parte más baja toca el cielo; por ello reverdece y florece y vive todo cuanto
hay en este mundo. A veces hablo de dos manantiales. Aunque parezca extraño,
hemos de hablar según nuestra mentalidad. Un manantial del que surge la
gracia, se halla allí donde el Padre engendra a su Hijo unigénito; de ese
[manantial] surge la gracia, y allí ella emana de esa misma fuente. Otro
manantial es aquel donde las criaturas emanan de Dios; aquella fuente dista
tanto de la otra, donde surge la gracia, como el cielo de la tierra. [La]
gracia no opera. Allí donde el fuego se halla en su naturaleza [ígnea], allí
no perjudica ni enciende. El ardor del fuego es lo que enciende acá abajo [=
en esta tierra]. Mas, aun donde el ardor se encuentra en la naturaleza del
fuego, no enciende y es inofensivo. Pero, allí donde el ardor se halla dentro
del fuego, allí dista tanto de la verdadera naturaleza del fuego como el
cielo de la tierra. [La] gracia no realiza ninguna obra; es demasiado sutil
para ello; obrar le resulta tan distante como dista el cielo de la tierra. Una
internación en Dios y un apego a Él y una unión con Él, esto es [la]
gracia, y ahí «Dios está contigo», porque esto sigue de inmediato [luego
de la salutación].
«Dios contigo»… ahí se opera el nacimiento. A nadie le debe parecer
imposible llegar hasta ese punto. Por más difícil que sea ¿qué me importa,
ya que Él opera? Todos sus mandamientos me resultan fáciles de observar. Si
Él me da su gracia, que me mande todo cuanto quiera, lo considero nonada y
todo me resulta poca cosa. Algunos dicen que no tienen nada de esto; a lo cual
digo yo: «Lo lamento. Pero ¿es que lo deseas?»… «¡No!»… «Lo lamento
más aún». Cuando uno no puede tenerlo, que abrigue por lo menos el deseo de
poseerlo. Y cuando uno no puede tener el deseo, entonces que anhele tener el
deseo. Dice David: «He anhelado
desear tu justicia, Señor» (Salmo 118, 20).
Que Dios nos ayude para que deseemos que Él quiera nacer en nosotros.
Amén.
[1] Atribución: en uno de los códices se dice: «En este sermón demuestra el maestro eckart, el mayor, con palabras y símiles que Dios nace en el alma y el alma nace en Dios». Encabezamientos: «sermo de advento domini» y otros. En el antiguo misal de los dominicos el texto bíblico se halla en el Evangelio para el miércoles después del tercer domingo de Adviento.
[2] Se remite a Albertus M., De vegetabilibus V tr. 1 c. 7 n. 55.
[3]
Cfr. Augustinus, En. in Ps. 72 n.
16.
[4] Quint (t. II p. 232 n. 1) piensa en las Confessiones de Augustinus, por ejemplo, Confess. I. XI c. 13. n. 15 s. Para «Dios es rico» y «el reino de Dios» (más abajo) véase nota 8.
[5] En sus escritos latinos Eckhart remite a Augustinus, De quantitate animae (c. 5 n. 9).
[6]
Cfr. Thomas, S. theol. I q. 50 a. 3 ad 1.
[7] Cfr. Thomas, S. theol I q. 11 a. 3; y Albertus Magnus, De caelesti hierarchia c. 5 § 7.
[8] Juego de palabras en alemán, entre «reich» = «rico» y «Reich» = «reino», lo cual se destaca más aún en alemán medio donde también los sustantivos se inician con minúscula.
[9] Etimológicamente, Gabriel significaba «fortitudo» o «virtus dei». Cfr. Isidorus Hispalensis, Etymologiae VII c. 5 n. 10; e Hieronymus, Liber interpret. Hebr. nom.
[10] «Gruesos libros» se refiere a Aristóteles, De anima y a los comentarios a esa obra, como por ejemplo, el de Avicenna, De an. I c. 1.
10a El «hombre menos parecido» es una hija.
[11]
Cfr. Augustinus, In epistulam Iohannis
ad Parthos tr. 2 n. 14.
[12] Seudo-etimología que se encuentra también en las obras latinas de Eckhart.
[13] Esto parece contradecir las exposiciones en el Sermón LII donde se dice que Dios no era «Dios» antes de que existieran las criaturas. Quint aclara acertadamente (t. II p. 241 n. 2) que en ese párrafo se piensa en Dios-Creador mientras que en el pasaje de arriba se trata de Dios en su carácter absoluto.
[14]
Cfr. Augustinus, In Iob. tr. 72 n.
3.
[15] Cfr. Isidorus Hispalensis, Etymologiae VII c. 9 n. 5: «Iohanna autem interpretatur domini gratia». Véase también Thomas, Expos. cont. s. Luc. 1, 63.