SOBRE LA IMPORTANCIA DE ESTUDIAR

LA RELIGIÓN CRISTIANA

 

P. Fr. Mario Agustín Pinto O.P.

 

 

"Si uno enseña otra cosa 

y no se allega a las palabras saludables de nuestro Señor Jesucristo 

es un hombre soberbio que no sabe nada" (I Tim. 6, 3-4).

 

 

El Evangelio me enseña que sólo un conocimiento es necesario e indispensable: es el conocimiento de Dios y de Jesucristo, su Hijo y su enviado. Todas las otras ciencias son por sí solas vanas y a veces criminales; vienen a ser laudables e importantes en cuanto pagan tributo a la religión. Los estudios sagrados dice Santo Tomas, se sirven de las ciencias humanas, como de súbditos y sirvientes, así como los arquitectos se sirven de quienes les proporcionan los materiales. (Cfr. I, q.1, a.5, ad 2).

Por consiguiente, sólo hay un estudio primordial y esencial. Pero he aquí que por un contrasentido inexplicable los hombres se ocupan de todo, lo estudian todo, quieren saberlo todo; sólo una cosa descuidan: la religión, y muchos hay que consideran su ignorancia en esta materia como un mérito y un título de gloria.

A esto se dirige el gran apóstol, quien les dice que si excluyen de sus estudios a Jesucristo y su doctrina son unos orgullosos que no saben nada (I Tim. 6,3): "Si uno enseña otra cosa y no se allega a las palabras saludables de nuestro Señor Jesucristo es un hombre soberbio que no sabe nada".

Ocuparse de todo lo demás con una especie de furor y desdeñar el estudio de la religión, he aquí una de las características de nuestra época, contra la cual apenas si se comienza a reaccionar en los centros de Acción Católica y en algunos círculos selectos. Por eso dedicaremos estas instrucciones de cuaresma a subrayar la importancia y la necesidad de estudiar la religión, así como los medios y el método que han de utilizarse para conocerla bien.

Y para demostrar mejor hasta qué punto la ignorancia de la religión cristiana resulta inexcusable, comenzaremos por establecer dos proposiciones.

Primera: la religión cristiana, considerada desde un punto de vista meramente humano, merece ser conocida y profundizada por ser la más importante y admirable de todas las instituciones de este mundo.

Segunda: con mayor razón es preciso estudiarla y profundizarla si se la considera desde el punto de vista verdadero, o sea como una religión revelada por Dios para la salud de los hombres.

El desarrollo de estas dos proposiciones tenderá por consiguiente a demostrar que sería ciertamente una inconsecuencia y una parcialidad injustas excluir al cristianismo de nuestros estudios, si no fuese además un crimen contra Dios y contra nosotros mismos.

Hay muchos hombres que dicen haber llegado a la convicción de que le religión católica es una institución puramente humana y natural ¿De dónde procede esa convicción? Sería difícil determinarlo pues ellos mismos confiesan que no se han tomado nunca el trabajo de estudiar la religión que condenan, y creo que el examen debiera preceder a la condenación.

Pero de cualquier manera, concedamos por un instante que la Iglesia no sea más que una institución humana.

Pues bien, yo afirmo, aún en esta hipótesis, que es la más admirable de las instituciones, que es una institución única en la historia de la humanidad, institución por consiguiente que debe ser estudiada y profundizada por todos los que se jactan de estudiar y profundizar alguna cosa cualquiera.

La historia es una de las preocupaciones fundamentales de nuestra época, que habría descubierto "la conciencia histórica". El hombre moderno todo lo estudia a la luz de la historia, y la ignorancia de la misma viene a ser hoy por antonomasia la característica del espíritu anticientífico. Ahora bien, si se prueba, con la historia en la mano y con la simple exposición de los hechos, que la Iglesia es la más grande de las instituciones que han surgido en el mundo, ¿no se demuestra por el hecho mismo que no se puede descuidar su estudio sin incurrir en una contradicción y una parcialidad irracionales? ¿No es un hecho histórico que una institución que se llama la Iglesia se halla hoy difundida por el mundo entero? ¿No es un hecho histórico que esta institución dura desde hace 2000 años? ¿No es un hecho histórico que esta institución ha tenido en todos los tiempos los más ilustres y maravillosos destinos?

Basta arrojar un vistazo al magnífico cuadro que nos ofrece la Historia Universal de Bossuet; el universo entero parece sufrir durante cuarenta siglos dolores de parto. Por fin aparece el cristianismo. Su fundador es el hijo de un humilde artesano; pobres pescadores son sus apóstoles; se establece y se propaga a través de tres siglos de persecución sangrienta; el instrumento de suplicio de su fundador derriba los ídolos de todo el universo y ocupa su lugar en los altares. Pronto el cristianismo triunfa de los Césares y va a sentarse en su trono. Desde allí preside a la formación de todos los reinos modernos, se vincula a todos los acontecimientos, se identifica con todas las instituciones.

Esto se advierte de una manera especialísima en nuestra historia nacional. Ha sido la Iglesia en unión con la monarquía cristiana de España la que ha engendrado nuestro ser nacional. No hay página, por decirlo así, de nuestra historia en donde no aparezca la influencia decisiva de la Iglesia.

Si de la influencia del cristianismo sobre las grandes instituciones pasamos a la que ha ejercido sobre las costumbres y los hábitos comunes, veremos que todo en nuestra vida civil supone la acción de la Iglesia.

Nuestros días de trabajo y de reposo, nuestras fiestas populares, nuestro regocijos domésticos, nuestro calendario, los nombres que llevamos, todo o casi todo tiene una causa cristiana. El cristianismo es como el elemento en que vivimos, está mezclado al aire que respiramos, nada hay que sea para nosotros más familiar y más íntimo. El cristianismo está presente en el lenguaje de aquellos mismos que le han expulsado de su corazón; y las costumbres siguen siendo cristianas aún cuando la voluntad haya dejado de serlo. ¡Hasta tal punto es popular, hasta tal punto ha impregnado nuestras costumbres, hasta tal punto influye sobre nosotros y nos domina! La experiencia lo demuestra desde hace 2000 años; todo lo que la religión cristiana impregna viene a hacerse eterno como ella y todo lo que de ella se substrae se hace caduco y no puede sostenerse. Sólo es perdurable lo que el cristianismo ha consagrado.

¿No basta todo esto, amados hermanos, para demostrar el absurdo en que incurren los que se niegan a estudiar la religión cristiana? ¿Pero se quiere más aún? ¿Se quiere que la Iglesia descienda a la arena para medirse con las otras instituciones, con las otras ciencias que tan injuriosamente se exaltan sobre ella?

Y bien, aún en este caso la Iglesia puede afirmar con San Pablo: si hay que gloriarse, estoy en condiciones de hacerlo (Cfr. II Cor. 11, 21). ¿Qué méritos encontráis en las otras instituciones que yo no posea, y en grado más eminente? "Yo más" (II Cor. 11, 23)

Si se trata de duración, ¿qué institución, qué sociedad podrá comparar su corta existencia con la antigüedad de la Iglesia? "Yo más".

Si se trata de la extensión, la de las otras se reduce a una nación, a un rincón del globo. La de la Iglesia no tiene otros límites que los de la tierra: "Yo más".

Si se trata de combates, oposiciones y resistencias, la Iglesia mostrando sus nobles cicatrices puede decir con el apóstol: "Yo más"; y aquí, sobre todo, encontrará motivos sobrados para gloriarse: "estoy en condiciones de hacerlo".

Si se trata de las ciencias, ¿quién osará compararse con ella bajo este aspecto? Ella que ha dado siempre asilo a los estudios y que ha salvado del naufragio a todos esos ricos monumentos de la ciencia antigua que los mismos incrédulos admiran, puede decir con verdad: todo sistema en oposición con mi doctrina ha acabado siempre por mostrar su falsedad; toda ciencia verdadera, en cambio, se halla en armonía conmigo.

¿Y qué decir de la civilización? ¿Quién más que la Iglesia ha contribuido a civilizar al mundo? Ella reprimió en las naciones en guerra aquella ferocidad que precisamente el derecho de los pueblos más civilizados había introducido; ella abolió la esclavitud, liberó a la mujer del despotismo brutal a que estaba sometida, afirmó la indisolubilidad del lazo conyugal sin la cual las generaciones humanas descienden al nivel de los brutos.

Si se trata de las virtudes, ¿qué sociedad puede ofrecer el espectáculo maravilloso de los millares de santos que la Iglesia ha elevado a los altares precisamente por haber practicado todas las virtudes, y por haberlas practicado en grado heroico?

Si se trata del arte, ¿no es la fe católica la que ha hecho surgir de la tierra esas maravillosas catedrales que son motivo de asombro para quienes se dedican a analizarlas y estudiarlas?

Podríamos continuar indefinidamente, amados hermanos, enumerando las glorias que, aún desde un punto de vista exclusivamente humano, adornan a la Iglesia de Cristo. Pero esta brevísima enunciación creo que basta para mostrar que aún en el supuesto de que la Iglesia no fuese una institución sobrenatural, sería siempre la más admirable de las instituciones humanas, y que por consiguiente no hay ninguna otra aquí en la tierra que ofrezca más títulos para ser venerada y atentamente estudiada.

¿De dónde proviene pues, amados hermanos, el hecho misterioso de que sea esa precisamente la institución que tantos hombres, aún de estudio, hayan escogido para hacerla objeto de su indiferencia y su desdén?

Si se estudia todo lo demás menos la religión cristiana, es que en todo lo demás el orgullo del hombre puede libremente explayarse sin que el corazón deba temer la adquisición de convicciones molestas. Pero la Iglesia ya a primera vista se presenta como algo demasiado grande para no ser más que una institución ordinaria; el hombre no tarda en comprender que si la Iglesia fuese una obra puramente humana no podría explicarse su expansión y subsistencia y que la hipótesis más verosímil es la de su origen divino. Sí, dígase lo que se quiera, en la Iglesia lo sobrenatural es demasiado evidente para que sea posible descartarlo. Es una obra divina, es una religión que proviene de Dios, y no se quiere esa religión porque ella exigiría la sumisión de nuestro espíritu y el sacrificio de nuestras pasiones. La luz del cielo está allí y no se quiere buscarla, puesto que se teme tener luego que gemir precisamente por haberla encontrado.

Amados hermanos, la aversión del mundo hacia la Iglesia se explica por estas palabras que dirige el demonio a Jesucristo: "Sé muy bien quién eres tú: eres el Santo de Dios y has venido para perdernos" (Lc. 4, 34).

¿No es verdad que ésta es la clave del enigma? San Pablo nos lo dice en el texto que venimos comentando: "Si uno enseña otra cosa y no se allega a las palabras saludables de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es según la piedad, éste es un hombre soberbio que no sabe nada...", (I Tim. 6, 3-4); y se diseca alrededor de cuestiones frívolas y miserables, objeto de un eterno conflicto para hombres cuyo corazón se ha corrompido y que están fuera de la verdad "... alteraciones de hombres corrompidos en su mente y privados de la verdad..." (I Tim. 6,5).

Descended a vuestro corazón y respondedme si la razón de vuestra oposición a la Iglesia no residirá en la oposición secreta que sentís contra la verdad: ¿No se deberá acaso a que la Iglesia respira un olor de virtud y de pureza y que vuestro corazón está corrompido? Los contrarios se repelen.

De suerte que esta aversión de los hombres hacia la Iglesia es el mejor testimonio que pueda darse de ella. Que deje de ser tan santa y tan pura; que renuncie a su origen celestial y ya veréis cómo comienza a agradar al mundo. Mas, por el contrario, la Iglesia se siente orgullosa del odio del mundo. Sólo ella en la tierra puede decir a todas las sectas, a todas las otras pretendidas religiones las palabras de Jesús su fundador: "El mundo no puede odiaros a vosotros; a Mí, al contrario, me odia, porque Yo testifico contra él que sus obras son malas". (Jn. 7,7).

Ahora bien, si la divinidad de la Iglesia es un motivo de aversión para muchos hombres enceguecidos, a todo hombre sensato le impone en cambio un nuevo deber: el deber absoluto de estudiar su historia y su doctrina. Puesto que si el cristianismo fuera, como realmente lo es, una religión divina, ¿cómo podría excusarse la ignorancia acerca de lo que el mismo Dios ha revelado al hombre? Y así llegamos a nuestra segunda proposición: con mayor razón existe el deber de estudiar y de profundizar la religión cristiana si se la considera desde el punto de vista verdadero, o sea como religión revelada por Dios para la salud de los hombres.

 

Parte II

 

"Esta es la vida eterna,

 que te conozcan a Tí, único Dios verdadero 

y a tu enviado Jesucristo" (Jn. 17, 3).

 

En nuestra precedente instrucción hemos dejado establecida la siguiente proposición: "La Iglesia, aun considerada desde un punto de vista puramente humano, merece ser estudiada puesto que es la más admirable de las instituciones de este mundo".

Hemos mostrado, en efecto, que reunía en un grado eminentísimo todos los méritos y títulos que adornan a las demás instituciones y hemos llegado a la conclusión de que aún aquellos que consideran a Jesucristo como un mero hombre y a la Iglesia como unas institución meramente natural, no pueden, sin incurrir en contradicción e inconsecuencia irracionales, estudiar todo lo demás e ignorar el cristianismo.

Pero hemos ido algo más lejos. El encadenamiento lógico que existe entre las dos proposiciones nos condujo a anticipar algo de la segunda que era la consiguiente: "Con mucho mayor razón si la religión católica fuese, como lo es en realidad, revelada por Dios, habría la obligación estricta de conocerla y estudiarla".

La síntesis de nuestra argumentación es la siguiente: preguntamos al hombre que hace gala de ignorar la religión católica: ¿por qué no estudias el cristianismo? Responde: porque lo considero una institución puramente humana. Insisto: entonces ¿has excluido de tu plan de estudios todas las cosas puramente humanas?, ¿qué estudias durante el día?, ¿no son acaso las ciencias humanas? Ciertamente. Entonces, si yo te demuestro que la Iglesia es, aun humanamente hablando, la más digna de ser estudiada. ¿Qué respondes? Nada. "¿Confiesas pues que eres inconsecuente?" Lo confieso. ¿Y por qué eres inconsecuente cuando se trata de la Iglesia? Te lo diré: me has dicho que no estudias el cristianismo porque lo consideras una institución meramente humana; pues bien, yo te digo lo contrario: no lo estudias porque presientes, porque intuyes que no es una institución puramente humana; porque sientes, percibes que hay en ella una pureza, una elevación divinas, y porque tu corazón corrompido se resiste a aceptar esa verdad. Porque no quieres renunciar a los errores y a las pasiones que ella combate y condena. Por eso el desprecio, el odio del mundo es el mejor testimonio de la divinidad de la religión de Cristo: el mundo dice a la Iglesia lo que el demonio dijo a Cristo: Sé quien eres tú: el Santo de Dios; viniste a perdernos. Por eso esta aversión que los hombres sienten por ella es el mejor testimonio que puede darse de su origen divino; que deje de ser tan santa y tan pura, que reniegue de su origen celestial y ya veréis cómo comienza a agradar al mundo. Mas, por el contrario, la Iglesia se siente orgullosa del odio del mundo; sólo ella puede decir a las sectas pseudocristianas El mundo no puede odiaros; a mi me odia porque doy testimonio de que sus obras son malas.

Pues bien, amados hermanos, si la religión cristiana tiene -como el mismo incrédulo indirectamente lo atestigua- un origen divino, es evidente que hay para nosotros el deber riguroso de estudiarla y de profundizarla; y que la infracción de ese deber constituye un crimen contra Dios y un crimen contra nosotros mismos.

El hombre ha sido creado por Dios para conocerlo, amarlo y servirlo: esto es lo que nos enseñaría el mero sentido común, aunque no nos los enseñara explícitamente el catecismo. Dios no ha hecho nada ni puede hacer nada sino por su gloria, y si ha creado fuera de El un ser inteligente y racional, es indudable que el primer objeto que debe ocupar a esa razón y a esa inteligencia no puede ser otro que El mismo. Y si Dios quiere revelarse de una manera especial a esa criatura, hacerla confidente de sus secretos, es evidente que ella está obligada a escuchar a su Creador bajo pena de ofenderle gravemente.

Amados hermanos: si una persona respetable nos dirige la palabra y nosotros no le prestáramos ninguna atención, ocupándonos de otra cosa, ¿no implicaría acaso esa actitud una grosería y un ultraje? Ahora bien: si esa misma persona tuviese autoridad sobre nosotros y precisamente cuando nos intima sus órdenes apartamos la cabeza para no escucharla, ¿eso no implicaría acaso una desobediencia y una rebelión culpables? Ahora bien, ¿no es verdad que lo menos que Dios puede exigirnos es la cortesía y la buena educación a que estamos obligados con nuestros semejantes?

He aquí que el Rey de los cielos decide, desde lo alto de su trono, entrar en comunicación con los hijos de los hombres, proyectar sobre ellos un rayo de su luz divina; he aquí que se digna revelarnos algo de su ciencia y de sus perfecciones infinitas, ocuparse de sus más caros intereses.

Y he aquí que el hombre, ese humilde gusano, no se digna escuchar la voz del Dios de la gloria, respondiendo con desaires y desdenes a las divinas atenciones.

¡Y que es el dueño soberano de todas las cosas, aquél de quien depende nuestra vida y todo lo que poseemos, quien nos traza las normas de nuestra conducta, nos enseña el camino que debemos seguir para llegar hasta El!; ¡y he aquí que el hombre, orgullosa creatura, no quiere recibir las órdenes de su Creador, y se distrae en bagatelas con tal de no escucharlo!; ¡qué insolencia y qué rebelión!, pero también ¡qué ingratitud!, puesto que -como dice Bossuet-, lo que hace que nuestro desdén e indiferencia sean más inexcusables es el hecho de que la verdad eterna no se ha contentado como el sol con enviar sus rayos a los hombres, permaneciendo siempre en su esfera propia. Ella, que habita en el cielo, ha querido nacer también sobre la tierra: veritas de terra orta est : "La verdad ha nacido de la tierra"; no se ha contentado con enviarnos sus luces desde lejos, ella misma ha venido para traérnoslas; y los hombres, siempre obstinados, cierran los ojos y los cierran con una obstinación necia e imperdonablemente culpable.

¿En qué situación estamos nosotros?, ¿en qué situación está el mundo, amados hermanos, con respecto al principio que recordaba hace un instante, es decir, que Dios ha creado al hombre a fin de ser conocido y amado por él?, ¿no es verdad que esa intención de Dios viene a quedar frustrada cuando hay tantos hombres que se ocupan de todo, que lo estudian todo, menos aquello para lo cual precisamente fueron creados? Ultraje , rebelión, ingratitud. He aquí las características del crimen que comete contra Dios quien menosprecia el deber de conocer y de estudiar la religión cristiana.

Ahora bien, amados hermanos, si el hombre que descuida este deber se hace culpable con respecto a Dios, ¿no tendrá nada que temer en lo que se refiere a sí mismo?, ¿podrá ocurrir que este crimen quede impune? Hemos visto el crimen que implica esta ignorancia; digamos algunas palabras acerca de sus nefastas consecuencias para nuestras almas.

En las historias de animales se habla de un estúpido animal que cree que cerrando los ojos y no viendo nada a su alrededor pasa inadvertido, y se cree el abrigo de todo peligro. Análogamente hay hombres que creen que a fuerza de olvidar a Dios, éste a su vez ha de olvidarlos; que a fuerza de olvidar el infierno, éste olvidará de devorarlos. ¡Qué locura! Vuestros menosprecios, vuestras sonrisas, vuestros movimientos burlones de cabeza, todo eso es muy fácil -dice Bossuet- Pero esperad un poco que Dios a su vez sonreirá y moverá la cabeza: Deus irridebit et subsanabit eos. Es evidente, amados hermanos, que la ignorancia voluntaria de la religión es por sí misma un crimen de muerte eterna, porque implica el desprecio de Dios y el propósito de substraerse de su mano omnipotente.

Pero yo añado que el conocimiento de la religión es necesario para la misma felicidad en esta vida. Dios cuando nos dio la religión no nos hizo un regalo superfluo que podamos rehusar impunemente. Dándonos la religión no ha hecho más que consultar nuestras necesidades y darles satisfacción. Nuestro espíritu que tiene sed de verdades sólo puede encontrar satisfacción en la contemplación de verdades infinitas, y faltándole dicha verdad infinita se precipitará en los errores y en los sistemas más absurdos. Y es que, fuera de Dios y de la verdadera religión, nada puede dar satisfacción al espíritu del hombre, nada puede colmar su corazón: como dice San Agustín: "Este corazón, hecho para Dios, estará siempre inquieto mientras no repose en El"; por eso si no conoce este objeto infinito de su amor, se prostituirá en los vicios, en el egoísmo y caerá en el fango del mal, ¿qué es lo que encadenará, en efecto, las pasiones de un corazón incrédulo?, y si sus pasiones no tienen freno, ¿dónde habrán de detenerse?

De esta suerte, amados hermanos, la ignorancia de la religión deja en el fondo del hombre un vacío espantoso que nada puede colmar. Le falta un elemento esencial para su felicidad. En vano recurre a las creaturas, una después de otra; su vida es una sucesión de decepciones y amarguras, que muchas veces culminan en la desesperación y en el suicidio. He aquí la historia de tantos infortunados que no han querido conocer la religión y que, por no haberla conocido, ni siquiera en el instante de la muerte pueden elevar a ella la mirada para implorar su consuelo y su perdón; he aquí el principio de tantos crímenes como afligen a las familias y a las sociedades.

La experiencia de estos últimos años, ¿no nos está diciendo con soberana elocuencia que no hay paz para los hombres ni para las naciones que ignoran a Dios?

Por consiguiente la única esperanza de regeneración social reside en el estudio de la religión. El primer paso para la recuperación de la paz y de la felicidad consiste en el retorno del cono-cimiento de la religión cristiana. Pero un conocimiento cualquiera no basta. ¿Cuáles deben ser sus características? ¿Cuáles el método y los medios que se han de utilizar? Lo veremos en la próxima instrucción.

 

 

La necesidad de escuchar la palabra de Dios

 

La fe viene por el oído

 y la audición por la palabra de Cristo (Rom. 10, 17).

 

Rara vez el Espíritu Santo ha empleado en las Sagradas Escrituras esta forma de argumentación, severa y metódica, que inspiró más tarde a la Iglesia Católica como medio de defensa contra los astutos ataques de la herejía. Mirad, en efecto, cuán cerrada es la argumentación del gran Apóstol, cuán vigorosa su lógica; parece hablar el lenguaje de la Escuela:

"Quomodo invocabunt, in quem non crediderunt; aut quomodo credent ei, quem non audierunt?" ... "¿Cómo invocarán a aquél en quien no creen? ¿Cómo creerán en aquél del cual no oyeron? ¿Y cómo oirán si nadie les predica? ¿Y cómo predicarán si no son enviados? Luego la fe viene por el oído, y la audición por la palabra de Cristo" (Rom. 10, 14ss.).

 

Estas palabras del apóstol han conservado toda su fuerza, y si probaban entonces la necesidad de la predicación para llevar los infieles al cristianismo, no prueban menos hoy la necesidad de ese mismo medio para confirmar a los cristianos en la fe, y sobre todo para volver a conducir a ella a esta generación culpable que ha roto desde hace más de siglo y medio con todos las prácticas y creencias del cristianismo.

La necesidad de escuchar la palabra de Dios se funda en la doctrina de Jesucristo y de su Iglesia; doctrina corroborada, primero, por promesas a los que son fieles en escucharla, y segundo, con terribles amenazas a los que la desprecian o desdeñan escucharla.

Amados hermanos, es una verdad, misteriosa sin duda pero fundamental, que Dios nos ha rescatado por su Verbo, es decir por su Palabra increada, vinculando así nuestra salud, según las vías ordinarias, a la palabra evangélica.

Por eso San Agustín y muchos doctores ilustres, llaman a la predicación un gran sacramento: Verbum Dei, sacramentum magnum.

No es que sea riguroso y estrictamente un sacramento, sino que participa en mucho de la naturaleza de los sacramentos. Y lo prueban así: habiendo El Verbo Encarnado descendido a la tierra para instruir y salvar a los hombres, debía necesariamente manifestarse a ellos, doquier y siempre. Ahora bien, no pudiendo permanecer siempre en la tierra ni estar en todos lados tal como fue visto por los judíos cuando conversaba con ellos, ha dejado a la tierra tres clases de sacramentos:

1) La Eucaristía, por la cual habita en medio de nosotros en la verdad de su carne.

2) El Bautismo, la Penitencia y los otros sacramentos por los cuales habita entre nosotros en la verdad de su gracia.

3) La predicación, por la cual habita entre nosotros en la verdad de su palabra.

Oíd a Jesús en el instante de volver a su Padre:

"Id y enseñad a todas las naciones, bautizándolas. Yo estoy con vosotros hasta la consumación del mundo" (Mt. 28, 19-20).

Notad que así como dice: "Estoy con vosotros cuando administráis el bautismo", así también dice: "Estoy con vosotros cuando enseñáis predicando".

Cuando administráis el sacramento estoy con vosotros, mezclando mi gracia a la materia que empleáis..., cuando ejercéis el ministerio de la predicación estoy con vosotros mezclando mi gracia a vuestra voz. No es vuestra palabra o elocuencia lo que produce la fe en los corazones, sino la virtud de mi Espíritu que viene a servirse de vuestra palabra:

Non estis vos qui loquimini, sed Spiritus Patris mei qui loquitur in vobis: "No sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de mi Padre quien habla en vosotros" (Mt. 10, 20).

Magnum sacramentum -dice San Agustín- sonus verborum nostrorum aures percutit: magister intus est: "Gran sacramento; el sonido de nuestras palabras hiere los oídos, pero el maestro está dentro de ellas".

Lo que son las especies eucarísticas con relación al cuerpo de Jesús, los son nuestras palabras con respecto a su verdad: signos, sí, a no dudarlo, pero signos que la institución divina ha transformado en eficaces y necesarios. Pues así como sólo se recibe la gracia del Bautismo y la de la Confirmación empleando el agua y el óleo, o el cuerpo del Señor recibiendo las especies, así también sólo se recibe la luz divina a través de esa palabra sensible y exterior a la que está unida dicha luz de una manera, en cierto sentido, sacramental. Fides ex audito. Es por lo tanto una ley la de que, para pasar a la inteligencia, los misterios del cristianismo deben primero presentarse a los sentidos; y era preciso, en efecto, que así fuera para honrar a aquél que, siendo por naturaleza invisible, ha querido manifestarse, por amor a nosotros, bajo una forma sensible.

La palabra de Dios es, por lo tanto, una especie de sacramento que el sacerdote administra por medio de la predicación. Esta es, pues, primero de institución divina; segundo, es un signo sensible de la acción secreta de Jesucristo; tercero, tiene, como los sacramentos en sentido estricto, su ministro bien determinado. Reúne pues muchos de los caracteres propios del sacramento.

La única diferencia que hay entre la palabra de Dios y los sacramentos propiamente dichos es que estos confieren inmediatamente la gracia justificante, mientras que la predicación confiere las gracias que disponen para la justificación. La palabra de Dios es el sacramento preparatorio para todos los otros sacramentos: Docete... baptizante: "Enseñad... bautizando".

En efecto, la puerta a la salud es la fe, y la fe viene por el oído: Fides autem ex auditu, auditus autem per verbum Christi.

Es verdad que en el infante sin razón, la fe es conferida por el solo Bautismo; pero se le comunica tan sólo el hábito de la fe; cuando alcanza el uso de razón, para que produzca el acto de fe, se requiere además la palabra exterior, la enseñanza religiosa de la predicación; y durante toda su vida el cristiano sólo se mantiene en la fe gracias al medio que en él la ha producido: Fides ex auditu, auditus autem per verbum Christi; y en las vías ordinarias es preciso que lo sea por la palabra, no escrita sino articulada, del sacerdote, que es el ministro divinamente instituído de la predicación

Quomodo audient sine predicante? quomodo vero predicabunt nisi mittantur? "¿Cómo escucharán sin quien predique? ¿Cómo predicarán si no son enviados?"

A esto suele objetarse: yo suplo la predicación conversando con personas instruidas, leyendo excelentes obras de piedad. Todo eso está bien, pero si es verdad que Nuestro Señor ha ligado sus gracias de fe, de enseñanza, de iluminación interior a la predicación, nada de eso podrá suplirla enteramente.

Tenéis buenos libros donde halláis cosas mejores que las que se predican; pero si Dios ha querido conceder más gracias mediante la predicación que mediante la lectura, ¿qué podréis decir contra esto? Y esto es precisamente lo que Dios ha hecho: Quiso Dios salvar a los creyentes por la estulticia de la predicación (1 Cor. 1, 21). Leéis sermones mejores que los que se predican. Está bien. Pero es que Dios ha querido conferir más gracias por un sermón mediocre que por un excelente sermón meramente leído.

Un sermón leído en relación con uno escuchado es como el agua santa y venerable, que descansa en las fuentes sagradas, comparada con esa misma agua elevada al estado sacramental en el instante en que la mano del sacerdote la derrama pronunciando las palabras sacramentales. Sí, un sermón leído es más o menos como la materia del sacramento considerada fuera de las circunstancias que constituyen el sacramento.

Vosotros leéis, pero no es el resultado natural de la enseñanza el que conduce a la fe, sino una cierta virtud divina, y esta virtud sólo acompaña en las vías ordinarias a la predicación. Para engendrar la verdad en un corazón se requiere normalmente la intervención del ministerio de la palabra.

He aquí porqué la Iglesia, intérprete de la doctrina de Jesucristo, impone a todos los cristianos la obligación de escuchar con frecuencia la palabra de Dios, imponiendo para eso la predicación durante las Misas dominicales.

Esta exigencia de Jesucristo y de la Iglesia, viene a ser confirmada por las promesas hechas a quienes escuchan la palabra de Dios, y por las amenazas formuladas contra quienes la desprecian.

En cuanto a lo primero, dijo Nuestro Señor: qui ex Deo est, verba Dei audit. "El que es de Dios, escucha las palabras de Dios" (Jn. 8, 47).

Nadie puede tener certeza absoluta acerca de su predestinación, pero hay ciertos signos que nos dan una confianza moral en ella.

Uno de los primeros es este: El que es de Dios escucha las palabras de Dios: qui ex Deo est, verba Dei audit. Y así, los que amáis escuchar la palabra de Dios podéis tener una certeza moral acerca de vuestra predestinación. En cambio, escuchad lo que se dice a quienes no hacen caso de ella: Vosotros no la escuchasteis, porque no sois de Dios (Jn. 8, 47). Por eso sois tan insensibles y refractarios a la palabra de Dios, porque no estáis predestinados para el cielo, no pertenecéis a Jesucristo, no sois del número de los elegidos.

Amados hermanos, si el gusto o la indiferencia por la palabra de Dios son signos de predestinación o de reprobación, ¡qué consecuencias terribles se siguen de esto para gran número de cristianos!

¡Cuán pocos hombres son, en efecto, los que vienen a escuchar la palabra de Dios! Mujeres y jóvenes hay muchos, y a ellos les podemos decir que son de Dios puesto que les gusta escuchar la palabra de Dios. Pero tantos hombres como hay por lo demás probos y responsables, buenos padres de familia, ¿dónde están?, ¡Señor!, ¿no habrá acaso un misterio de tu justicia en su deserción de la palabra de Dios, y no serán acaso ajenos a los auditorios de la predicación de la palabra de Dios porque son ajenos al cielo?

Si viniesen aunque más no fuera que una sola vez, su rectitud les haría recibir la palabra y los conduciría de nuevo a la religión. Pero no vienen y no viniendo se constituyen en autores de su propia reprobación. Aquella palabra que se predicó en el templo y que ellos no escucharon será tal vez la que les juzgue en el último día: La palabra que les he hablado, ella os juzgará en el último día (Jn. 12, 48). Así podemos explicarnos el pequeño número de elegidos y predestinados, ya que muchos se excluyen a sí mismos de la predestinación. Así se explica que haya tan pocos que escuchen la palabra de Dios. Vosotros no escuchasteis porque no sois de Dios. Comprendo que se trata de verdades terribles y temibles, pero son las palabras de Nuestro Señor; si vosotros pudierais suavizarlas, yo suavizaría también mis enseñanzas.