VIDA RELIGIOSA Y MODERNIDAD
Albert Dilanni, S.M.
Review for Religious, 50 (1991)
May-June, pp. 339.351
Hay muchas maneras de describir lo sucedido en los últimos veinticinco años transcurridos desde el Vaticano II. Dicen los historiadores que después de cada concilio ecuménico ha habido siempre una sacudida y que se requieren aproximadamente veinticinco años para que el espíritu de un concilio arraigue y dé sus mejores frutos. Los que comentan la evolución de la Vida Religiosa desde el Vaticano II, parecen estar de acuerdo con esto. Presentan esta evolución en tres períodos: 1) el de la rigidez anterior al Vaticano II 2) el del caos inmediatamente posterior al Vaticano II 3) y el actual período de sana reevaluación con su discurso de refundamentación. Algunos consultores de la CARA (Confederación de Religiosos de Norteamérica) llaman a estos períodos Modelos (= Paradigms) I, II y III. El Concilio Vaticano II fue un esfuerzo de apertura y de aggiornamento. Sus cambios fueron radicales. Reconoció la eclesialidad de otras denominaciones cristianas, abrió el camino al diálogo con las religiones no cristianas, tomó una posición radicalmente nueva respecto de la libertad religiosa, afirmó la bondad propia del mundo secular, llamó a una renovación de la liturgia y de la vida religiosa, reconociendo que, a través del bautismo, los laicos están llamados al mismo grado de santidad que los religiosos y los sacerdotes. Todas cosas muy atrevidas para aquel momento, regocijantes y por muchos motivos positivas y provechosas. El Vaticano II puso a la Iglesia de frente al mundo y la obligó a considerar tanto su gloria como su debilidad. No creo que nadie quiera verdaderamente volver atrás. Pero aún el Vaticano II tuvo sus sombras. Una de sus consecuencias fue que el Catolicismo en general y la vida religiosa en particular parecieron menos importantes. Al exaltar la conciencia, al correr el énfasis del pecado y del infierno al amor y al cielo, al comenzar a citar a los adversarios tradicionales de la teología protestantes a la par de Rahner y Lonergan. al hacerse borrosas muchas distinciones y fronteras y al desvanecerse el ghetto católico, ya no había más ningún dragón que matar. Ahora bien, aunque los enemigos, los distingos, los ghettos y los dragones no sean cosas muy deseables, producían una cosa: identidad. Su remoción fue una de las principales razones que explican por qué a partir del Vaticano II una de las principales cuestiones que ocuparon a la Iglesia y a las congregaciones religiosas, ha sido, hasta la náusea, el problema de la identidad. ¿Qué quiere decir ser católico? ¿Qué es lo propio del laico y del religioso? ¿Qué es ser jesuita, carmelita, marianista? Pero el problema de la identidad tenía también otras fuentes no-eclesiales. El mundo posterior al Concilio Vaticano II se encontró de pronto sumergido en una agitación cultural. Las congregaciones religiosas ya no estaban simplemente rodeadas por una cultura escéptica y materialista, estaban sumergidas en ella. Había infiltrado los muros de los conventos. Dice Tillard que la pérdida del entusiasmo, de la pasión, de la energía y la convicción, manifiestos entre los religiosos, tiene su raíz en un cambio y una vacilación en la fe. Walter Kasper ha notado que lo que combatimos hoy no es sólo un ateísmo exterior, sino un ateísmo interior a nuestros corazones. La cultura de la modernidad ha sido analizada una y otra vez y descrita como la irrupción de la secularización (1). Es como si en la segunda mitad de nuestro siglo, la Ilustración hubiese llegado a las masas. Lo que hasta el presente habían sido ideas de intelectuales, de filósofos y excéntricos ateos, ahora, debido a las mejores comunicaciones y la extensión de la educación, se convirtió en una fábrica de cultura al por mayor. La muy estudiada y comentada revolución cultural que ha venido extendiéndose desde los años 1960, parece haber sido una extensión cuantitativa de las ideas que habían venido incubando desde el siglo dieciocho. Paul Ricoeur subraya que la Ilustración ha pasado por dos períodos diversos. Podemos hablar hasta de una primera y una segunda Ilustración: la de los siglos diecisiete y dieciocho y la otra, que comenzó en el siglo diecinueve y floreció en el siglo veinte. Ambas comenzaron con una duda, una duda metódica. Pero la primera recobró la conciencia y encontró una cierta certeza, mientras que la segunda al despertarse sólo encontró la sospecha. Descartes comenzó dudando de todo metódicamente, pero desterró la duda porque creyó que podemos encontrar un lugar para la certeza en nuestra conciencia. Aún dudar era una forma de pensar, hay algo de lo que no puedo dudar, y es de “que pienso”. Cogito ergo sum. En el centro de la conciencia había una fuente de claridad y de distinción (las ideas claras y distintas), una vía por la cual desterrar el escepticismo acerca de la existencia del mundo o de la verdad de la moral. De modo que la primera Ilustración se caracterizó por la exaltación de la subjetividad del hombre y por una confianza, excesiva, en un cierto tipo de razón. Su campeón fue Kant, para quien el sujeto, en su acto de conocimiento, era un creador parcial del objeto conocido. Pero la segunda Ilustración, fundada en Marx, Freud y Nietzsche, fue muy diferente. Habiendo comenzado de manera parecida, con una duda científica metódica, estos pensadores, habiéndose vuelto de nuevo hacia el sujeto consciente y pensante, no encontraron en él lugar para una certeza, sino motivos de sospecha. Para ellos, la conciencia humana resultaba creadora de ilusiones, fabricante de máscaras, una gran impostora. La conciencia misma necesitaba ser desenmascarada. Y de manera particular cuanto “tramaba” lo religioso. La Religión era el engaño por excelencia. Era un opio, que provocaba la languidez entre la gente oprimida (Marx), era una obsesión neurótica colectiva (Freud), era un disfraz de la voluntad de poder que anida en los corazones débiles y envidiosos (Nietzsche). Presentando globalmente sus sistemas, podemos decir que para estos pensadores, la conciencia urde un lenguaje engañoso acerca de Dios para encubrir lo que hombres y mujeres realmente buscan y desean: bienestar económico, gratificación sexual, y poder político. Este moderno ateísmo, el ateísmo de la conciencia impostora, ha recibido con razón el calificativo de ateísmo “bonito”. Porque tiene su lado ético y se presenta como moralmente atractivo. El ateo moderno es un ateo por afán de sinceridad, honestidad y autenticidad, porque no quiere participar en una conciencia falsa. El gran impulso moderno, el ímpetu de la segunda Ilustración, es la autenticidad, no adorar un ídolo. Por eso, sus genios, Freud, Marx y Nietzsche, pueden presentarse a sí mismos como moralistas. Esta es también la razón por la cual Sartre puede presentar la fe en Dios como mala fe. La Conciencia, en la segunda Ilustración, es el artífice de la evasión, el hábil estafador. La Conciencia logra salvarse cuando trata de sorprenderse en sus propias artimañas. A la luz de lo dicho, podemos explicar dos fenómenos morales que han ocurrido en nuestros tiempos. Primero, el hecho de que para muchos contemporáneos del siglo veinte, la hipocresía se convirtió en el gran pecado y la sinceridad en la gran virtud. (Este hecho ha sido documentado por Lionel Trilling). Era una hipocresía no admitir quién y qué eras tú. Si eras homosexual, debías decirlo. Si estabas en situación de adulterio, debías admitirlo. Ser moral significaba salir de los encierros (closets = retretes, reservados). Pero por desgracia muchos omitían preguntarse si actuar abiertamente de acuerdo a esos instintos ocultos era bueno o malo. Algunos estimaban que todo estaba permitido con tal de que uno asumiera la responsabilidad de sus actos. Otros, atormentados por una culpa secreta, trataban de conquistar la aprobación pública de lo que estaban haciendo ocultamente; aspiraban a ver públicamente sancionada su moralidad privada. El segundo fenómeno característico de la segunda Ilustración es que los pensadores contemporáneos se han interesado más por la significación que por la verdad. Así se explica la muerte de la apologética durante los últimos veinticinco años. Hugo Meynell deplora el hecho de que el último apologista verdadero haya sido C. S. Lewis. Se lamenta de que hoy los teólogos estén más preocupados de mostrar que el cristianismo es relevante. Lo que inunda el mercado son los escritos sobre las aplicaciones sociales y políticas del cristianismo, o acerca de su capacidad para proporcionar una vida personal más plena y auténtica. Aún admitiendo la importancia de tales escritos, Meynell cree, sin embargo, que una seria apologética, que mire, más allá de la utilidad, a la verdad, es absolutamente indispensable para la Iglesia y que muchos de sus males presentes derivan de esta negligencia. Sin una apologética apropiada, dice Meynell, “el no creyente puede inferir que los cristianos educados están convencidos de que la suprema aspiración religiosa debería estar dirigida efectivamente a la reforma social, la acción política y a la higiene psicológica como a su meta última (2). En relación con esta desviación -desde el interés por la verdad hacia el interés por la significación, el sentido y la utilidad- está el hecho de que los seminaristas, tanto diocesanos como religiosos, durante los últimos veinte años, han manifestado disgusto por el argumento intelectual. Incluso los más inteligentes tendían a esquivar el entrar en debates acerca de la verdad o falsedad de posiciones morales o de temas dogmáticos espinosos como por ejemplo la interpretación de la Resurrección, y se quedaban satisfechos con que una determinada doctrina de la Iglesia tuviera algún sentido para la gente. En los tests de Myers-Briggs son cada vez más numerosos los religiosos que resultan ser más “sensibles” que “reflexivos”. Educados en una Ilustración de sospechas, ellos sospechan visceralmente que la búsqueda de la verdad es una misión imposible y que las diferentes filosofías son simplemente un corso de ideologías, sin que exista un criterio de verdad que permita discernir cuál es verdadera y cuál falsa. Este es probablemente el motivo más profundo de la crisis vocacional entre los jóvenes de la segunda Ilustración. Si la conciencia sospecha de sí misma y de sus capacidades, ¿cómo puede comprometerse a sí misma con algo para un futuro a largo plazo? Ricoeur cree que tenemos que mirar de frente lo que él llama la “hermenéutica de la sospecha”. Tenemos que tomar en serio a sus creadores y reconocer la contribución de esos pensadores. No podemos retornar a una inocencia primitiva. Pero también insiste en que no podemos quedarnos en un estado de negación, en un vacío de verdad, en mera negación. Tenemos que alcanzar una segunda inocencia, tenemos que llegar a un nuevo lugar de afirmación. Y para lograr esto, no sólo tenemos que respetar a los creadores de la sospecha sino que también tenemos que cuestionarlos. Tenemos que sospechar de los sospechadores y tenemos que someterlos a prueba. Tenemos que trascender la Ilustración en sus dos fases. No lograremos hacerlo esforzándonos por volver a una conciencia concebida como pensamiento puro, como un yo pensante que se basta a sí mismo separado del mundo. Para la filosofía contemporánea, semejante proceder es imposible. La conciencia sólo puede ser encontrada como siendo ya conciencia en el mundo y del mundo. La única manera de descubrir cómo es la mente y la conciencia humana, consiste en examinar las obras que ha venido sembrando en el mundo a través de los siglos; o sea, mediante el examen de las instituciones y de los documentos de la cultura. Ricoeur apuesta a que después de una tal reflexión, el escándalo de la cruz va a seguir siendo tan escándalo para la conciencia moderna como lo fue para una conciencia anterior. Apuesta a que se descubrirá que el escándalo de la Cruz es transcultural, un escándalo no solamente para los hombres de un período de la historia, sino para la condición humana como tal. En la teología de la era moderna ha habido un cambio de método. No se va inmediatamente a lo trascendente, a Dios, a lo sagrado, para después relacionarlo con el mundo. Encontramos a Dios a través del mundo; descubrirnos lo trascendente como lo profundo del mundo. Buscamos una aproximación encarnatoria a la escatología y a la trascendencia. Tratamos de encontrar a Dios dentro del mundo como su Momento Creador, como la fuente sin la cual justicia e igualdad, como imperativos morales absolutos, carecen de motivación y de fundamentación racional.
La Ilustración y la redefinición de la Vida Religiosa
Ya sea que consideremos la Ilustración en su primera o en su segunda fase, toda ella está marcada por los mismos ideales: el destronamiento de la autoridad y la tradición en favor de la razón, del libre pensamiento y de la fraternidad humana. Los ideales de ambas Ilustración pueden resumirse muy bien en el slogan de la Revolución Francesa cuyo segundo centenario se celebró en 1989: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Fue a estos tres mismos ideales a los que la vida religiosa echó mano casi a continuación y después del Vaticano II, en un esfuerzo por redefinirse a sí misma, para forjarse una nueva identidad. Tenía que habérselas con ellos, tal como habían sido vigorizados por Nietzsche, Freud y Marx. Nótese que aquellos ideales son un reflejo de los tres votos y en cierto sentido el objeto o la meta de los tres votos: Libertad - obediencia; fraternidad - castidad; e igualdad - pobreza. El primero de los ideales de la Ilustración en hacer su dramático ingreso en nuestra cultura y vida religiosa fue el ideal de la libertad personal o individual (su héroe Nietzsche). Nunca había gozado antes de tanto poder en una cultura en general la noción “Yo quiero tal cosa” como motivo moralmente validador de un acto. En el clima de opinión de un anterior período, el hecho mismo de que alguien deseara ardientemente alguna cosa, hacía sospechosa su opinión y su juicio en la materia. En ese clima anterior -por ejemplo- era precisamente porque un tema como el aborto era tan importante, por lo que no podía quedar librado principalmente a la decisión de una persona que estuviera subjetivamente involucrada en ese problema. Difícilmente podría tener una visión objetiva. Pero ahora era precisamente porque un asunto era tan importante que debía ser dejado librado a la elección del individuo. Importantes obras se escribieron para documentar y criticar este deslizamiento hacia la libertad individualista: After Virtue (Después de la Virtud) de McIntyre; The Closing of the American Mind (El cerrarse de la conciencia americana) de Allan Bloom; Habits of the Heart (Hábitos del corazón) de Robert Bellah. Algunas de sus críticas distinguen entre un espíritu liberal que es admirable en su búsqueda de discusión e intercambio de ideas, y un dogma liberal, que es pernicioso en sus exageraciones, porque no nos ha permitido construir una comunidad sobre valores societarios aceptados por todos. La libertad ilustrada y su individualismo invadió la vida religiosa en los años 60 y primeros 70. La mayor preocupación de los seminaristas y religiosos de esa era, fue la autorrealización y la idea de que no podían autorrealizarse a menos que ellos mismos hicieran sus propias opciones en la elección de su estilo de vida y sus ministerios. Era la época en la que muchos seminaristas rehusaban arrodillarse en la capilla y se negaban a reconocer que existiera alguna diferencia entre ellos y sus profesores. Su slogan era el de la cultura juvenil de los años sesenta: “¡no te fíes de nadie mayor de treinta!”. Los artículos sobre obediencia religiosa que aparecían en Review for Religious en esa época, trataban de la autoridad del superior en términos de encarecer cómo debía ser cariñoso, o un escucha atento de las necesidades de los miembros de la comunidad, que del superior como representante de Dios, o como líder de un grupo comprometido en una misión religiosa. El segundo ideal de la Ilustración usado en el intento de definir la vida religiosa fue el ideal de la fraternidad interpretado como intimidad (su héroe, Freud; su obra favorita: El arte de amar de Erik Fromm). En los años setenta la fraternidad tomó la delantera en forma de necesidad de intimidad y comunidad. Algunos sentían que la religión en sí misma era una proyección de necesidades afectivas. Todo el mundo parecía convencido de que sin relaciones sexuales, al menos psicológicas, no era posible desarrollarse ni realizarse como persona. Un buen número abandonó la vida religiosa mientras eran todavía núbiles, en la convicción de que la Iglesia despertaría pronto y cambiaría las reglas del juego. Otros adoptaron lo que, por un corto período, se llamó “la tercera vía”, esto es, permaneciendo en cierto modo célibes pero al mismo tiempo teniendo citas (=dating). Todo esto se exacerbó más tarde debido al movimiento homosexual (gay movement) y a la incapacidad de algunos para darse cuenta de que -piénsese lo que se piense de las relaciones homoeróticas en general- dentro de la vida religiosa, todos los religiosos, ya sea que estén homo o heterosexualmente orientados, han pronunciado un voto. Los que eligieron quedarse y guardar los votos lucharon por una forma de vida comunitaria más fraterna e íntima y comenzaron a usar la palabra “compartir” (sharing) como verbo intransitivo. “Compartir” duraba hasta que amanecía. Un “gracias por compartir” y un gran abrazo parecían el final obligado de toda conversación, hasta de una en que el provincial había dicho ¡NO! en términos inequívocos. En contrapartida de sus aspectos positivos, esta época de libertad individualista y de fraternidad-intimidad-comunidad, era “la época del corazón dividido”. Una época no del todo pasada, en la que muchos de nosotros, hasta cierto punto todos nosotros, fuimos metidos en la vía muerta, distraídos, ausentes de la tarea, infelices. Para muchos religiosos, la vida, en vez de una vocación se convirtió en un pasatiempo (= avocation (3)). Hicieron buen trabajo y no estaban desinteresados del todo en la comunidad religiosa, pero su tesoro, su interés principal, parecía residir en otro lado. No se dieron cuenta en aquél momento, y no se les puede reprochar, pero absorbidos en sí mismos, tirando por la borda las prácticas tradicionales sin reemplazarlas por nuevas formas comunitarias, minaban la energía del grupo. Fue en una inconsciente reacción a esta deriva, que apareció en los círculos de la vida religiosa el discurso acerca de una visión y de un sentir común acerca de la misión. Se gastó mucho esfuerzo en escribir manifiestos misioneros que todos firmaban y aceptaban refunfuñando en ceremonias paralitúrgicas. Pero había un falso supuesto, cuando se escribía tales declaraciones de misión: el supuesto de que todos querían tener una visión común. Aunque en la Iglesia siempre haya habido un cierto grado de pluralismo y de confusión, lo que parecía diferente ahora era que algunos religiosos parecían alegrarse con esta confusión. Abandonaban la búsqueda de una visión compartida no simplemente por la dificultad de alcanzarla, sino porque en un sentido profundo no querían tener una visión común. Puede sonar duro, pero creo que es verdad que muchos de nosotros, y hasta cierto punto todos, no deseábamos tener una verdadera unidad de mente y de visión; por lo menos no deseábamos tener una tal que fuera detallada y que pudiera invadir e interferir con nuestra vida. El tercer ideal de la Revolución Francesa y de la Ilustración que entró en nuestra vida religiosa en el período en que se intentaba redefinirla, fue el de la igualdad (su héroe, Marx). Fue el mismo ideal que dio lugar a la teología de la liberación y a la opción preferencial por los pobres. Se puso a la cabeza muy fuertemente en los años ochenta. Comenzando con la 33a. Congregación General de los Jesuitas, tronó en la vida religiosa bajo el título de fe y justicia. Análisis sociales y Comités por Paz y Justicia se pusieron pronto de moda. Religiosos y religiosas abandonaron apostolados de larga data en la educación y en hospitales y se fueron a trabajar entre los pobres y oprimidos del tercero y del primer mundo. Ahora, repentinamente, toda cuestión era interpretada principalmente en términos de equilibrio de poder. Por todas partes se hablaba de la necesidad de liberación y de reivindicación, de las tácticas de confrontación, del mal del patriarcado, de la “lucha de clases” (4). No ya propiamente política, sino una política liberal fue traída al centro de la religión y de la vida religiosa. En el Boston College, en 1984, el historiador jesuita John Padberg dijo: “Hay que admitir que desde un punto de vista histórico, muchos de los cambios que han tenido lugar en la comunidades religiosas femeninas, no derivan del Concilio Vaticano II, sino del movimiento feminista secular”. Yo creo que estos intentos de redefinición de la vida religiosa han fracasado todos, porque los religiosos permanecieron a un nivel superficial al pensar acerca de la libertad, la fraternidad y la igualdad. En su efecto global, el empuje de estos valores es maravilloso y regocijante y están ahí para quedarse. Pero hay que rescatar su profundidad y significado cristiano.
Secularización y la vuelta de la Religión.
Hoy en la Iglesia estamos en una situación de polarización: liberales contra conservadores. Este hecho puede documentarse leyendo cualquier revista o diario religioso. Avery Dulles, de hecho, discierne cuatro cuasi-ideologías en la Iglesia: liberal, tradicionalista, neoconservador y radical (5). Signos de la resistencia aparecen no solamente en un creciente fundamentalismo en la práctica religiosa, sino también en tomas de posiciones “postliberales” “postmodernas” en la teología académica, liderada por hombres como Lindbeck, Huston Smith y Stanley Hauerwas. La resistencia es también manifiesta en el área de las vocaciones sacerdotales y religiosas. En todo el mundo industrializado son las órdenes progresistas las que continúan experimentando una declinación, mientras que las congregaciones conservadoras gozan de un aumento importante. Pero lo que no es comprendido es que el mismo hecho de la polarización tiene un sentido religioso. Significa que la modernidad no puede ser comprendida e interpretada como si fuera un único fenómeno de secularización progresiva. Está ocurriendo algo diverso. La evidente resistencia a un secularismo liberal apunta a la posibilidad de un gran trastocamiento, de un cambio hacia una síntesis más elevada. Muchos han querido ver una significación religiosa en la secularización. La interpretan como el deseo de ser auténtico, de estar libre de ídolos, de evitar a toda costa decir una mentira. Pero ¿acaso no hay también un profundo sentido en la escisión liberal-conservador y en el surgir del fundamentalismo y del neoconservadurismo? ¿No es este también un signo de los tiempos? Parece un simplismo considerar que la resistencia a tendencias que han estado en boga y de moda desde el Vaticano II son simples movimientos reflejos -como el de la rodilla- o una fuga neurótica en busca de seguridad por miedo al mundo secularizado. El hecho mismo de estos contramovimientos tiene un sentido religioso. Revela, entre otras cosas, que hombres y mujeres modernos reconocen todavía la presencia del misterio y la trascendencia, y que sienten que sin ellos, la libertad, fraternidad e igualdad, permanecen superficiales, y al fin de cuentas, sofocantes. En un artículo titulado ¿Puede convertirse el Occidente?, Leslie Newbigin, el famoso misionero anglicano en India, pregunta: “¿puede haber un verdadero choque misionero con esta cultura, esta tan poderosa, persuasiva y confiada cultura, la cual (por lo menos hasta hace bien poco) simplemente se miraba a sí misma como la “futura civilización mundial”? Newbigin deplora y considera excesivo el criticismo de que es objeto el misionero del siglo diecinueve por parte de los cristianos socialpensantes, y disiente de abandonar el término “misiones extranjeras” en favor de otros como “ministerios de ultramar” o “ministerio intercultural”. Dice que: “la perplejidad contemporánea acerca del movimiento misionero del siglo pasado, no es, como nos gusta creer, signo de que nos hemos hecho más humildes. Sino que es, me temo, mucho más, un índice de desviación de la fe. Es evidente que estamos menos dispuestos para afirmar la unicidad, la centralidad, la decisividad de Jesucristo como Señor y Salvador universal; el Camino siguiendo el cual el mundo puede encontrar el fin verdadero, la Verdad por la cual se ha de discernir toda otra pretensión de verdad, la Vida en la cual únicamente se puede encontrar vida en abundancia” (6). En vez de medir la experiencia religiosa cristiana con la medida de la razón, tal como nuestra cultura entiende la razón, supongamos -dice Newbigin- que el Evangelio es verdad; que, en la historia de la Biblia y en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, se ha manifestado a sí mismo realmente el Creador y Señor del universo para revelar y realizar su propósito; y que, por lo tanto, todo lo demás, incluyendo todas las obras y las presuposiciones de nuestra cultura, debe ser evaluado, y sólo puede ser válidamente evaluado, con las medidas que esta revelación nos suministra. ¿Cuál sería el sentido que resultaría de tratar de entender nuestra cultura desde el punto de vista del evangelio, en lugar de querer entender el evangelio desde el punto de vista de nuestra cultura? El rabino Abraham Heschel dijo algo similar hablando a teólogos en una conferencia acerca del futuro de la teología: “siempre me ha resultado intrigante lo muy apegados que parecen ustedes a la Biblia y cómo la manejan después como paganos. El gran desafío para aquellos de nosotros que queremos tomar la Biblia en serio, es dejarla enseñarnos sus categorías esenciales propias, y después pensar nosotros con ellas, en lugar de hacerlo acerca de ellas” (7). Algo nuevo se está agitando, algo nuevo trata de nacer. Un significativo grupo de teólogos está alcanzando una posición postliberal que podría nutrir el hambre de verdad y de un sentido más profundo, que existe en Norteamérica. El profesor Huston Smith lo expresa así: “Mientras el ‘cerebro’ de Occidente, que a nuestros efectos presentes podemos considerar que es la universidad moderna, sigue rodando cuesta abajo por su camino reduccionista, otros centros de la sociedad -nuestras emociones, por ejemplo, tal como encuentran expresión en nuestros artistas, y en nuestros deseos...- protestan, todos nuestros demás centros sienten que están siendo arrastrados, entre gritos y pataleos, a un túnel cada vez más oscuro” (8). El primer mundo se vuelve hacia el suicidio, las drogas, el patoterismo (hooliganism) a causa de la falta de sentido para vivir que experimentan sus habitantes. La cultura es el sistema de sentido de una sociedad. Pero la religión que queda en la sociedad occidental está empobrecida. La religión de nuestras culturas secularizadas está altamente intelectualizada, disminuida, desprovista de misterio y de pasión. Los misterios resultan desconcertantes y se los evacúa explicándolos reductivamente. Los templos modernos tienen el aspecto de locales bancarios. En muchos templos católicos las imágenes han sido eliminadas o bien relegadas vergonzantemente a rincones oscuros. Poco es lo que queda del sentido para captar que hay una realidad invisible detrás de lo material, o para la gran comunión de los santos, o para lo que Blake captaba: “el infinito en el grano de arena” y “la eternidad en una hora”. ¿Y qué es lo que ha venido a germinar en el desierto de la modernidad? La así llamada “pipeline religion” de los carismáticos y pentecostales. Un resurgimiento (revival) religioso de una forma de oración emocional, de una necesidad de devoción personal a Jesús expresada emotiva y públicamente, del ministerio de sanación. En suma, el anhelo de un retorno a la vida, a una dimensión más profunda, a un mundo invisible; otra vez más la necesidad de sentir que Dios está cerca y de que podemos estar en comunión con Él. La necesidad de un Dios que es trascendente a la vez que inmanente. Deseamos ver el rostro divino de Jesús y a la vez el rostro humano de Dios. Nuevamente son visibles las oscilaciones de los debates cristológicos de la Iglesia primitiva. La tercera redefinición de la vida religiosa, en términos de Igualdad y Justicia, es un progreso respecto de las dos primeras redefiniciones habidas: en términos de libertad y fraternidad, especialmente cuando son interpretadas como libertad individualista y como fraternidad sentimentalizada y como comunidad intimista. El individualismo no puede formar comunidad. Ni podemos ser, los religiosos, meramente intimistas en nuestra espiritualidad. No podemos darnos por satisfechos simplemente porque voceamos nuestros sentimientos de amor respecto de los demás y aún del Señor. El amor debe ser activo, social e incluso político. Los cristianos no pueden estar exclusivamente preocupados por su propia, salvación, sea terrena o celestial. “¿Qué nos diría el Señor -preguntaba Charles Péguy- si fuéramos a Él solos sin todos los demás?”. Por otra parte, este tercer modo de redefinirnos y de descubrir una perdida identidad, era (es) en cierto modo más seductor, más propenso a convertirse en ídolo, porque de por sí está fuertemente arraigado en el Evangelio y exige grandes sacrificios. La búsqueda de la justicia es una “parte constitutiva” del Evangelio, dice un texto, frecuentemente citado, del sínodo de los obispos de 1971. Pero también él tiene su lado sombrío. Fue un progreso porque cambió de foco, desplazándolo del Yo. Pero no fue suficiente, porque reemplazó el sujeto individual con un sujeto social, también terreno: el Gattungswesen de Marx; reemplazó al Yo individual con el pobre, el oprimido. Definir la vida religiosa principalmente en términos de justicia social, es repetir la maniobra marxista consistente en sustituir la religión por la tarea de criar a un hombre y una mujer socializados. Mientras que el temor a la idolatría movió a los hombres de otras épocas a poner a Dios encima del mundo y más allá de las imágenes, hoy, el peligro de la idolatría, vuelve centuplicado cuando lo buscamos en las entrañas del mundo. Algunos podrán decir que éste es un doble discurso y que lo que ellos dicen no tiene nada que ver con liberación, igualdad, compasión y el mejoramiento de la condición de la gente. Pero no es eso lo que se sigue de lo que estoy diciendo. La verdad es todo lo contrario. A menos que vivamos iluminados por la verdad de que el mundo pertenece a Dios y que su deber prioritario es alabarlo agradecido por sus dádivas, no podremos ni siquiera empezar a construir un mundo de justicia. A menos que veamos que Dios es primero y creador y que el ser humano es segundo y creado, no podremos encontrar ninguna base para la igualdad humana o para tratar a todos con justicia y amor. Los evolucionistas convertidos en filósofos dicen que los seres humanos son iguales sólo por el hecho fortuito de que un grupo de seres con una talla cerebral florecieron en un cierto período. Estos pensadores no pueden encontrar, en consecuencia, ningún fundamento para su imperativo moral de justicia. Semejante imperativo se da solamente cuando y si considerarnos a los seres humanos como seres relacionados con un Absoluto cuya esencia es el Amor. Los hombres tienen una dignidad, no por el hecho de que tienen un cerebro complejo que les confiere algo así como un querer libre, sino porque son amados y porque el verdadero sentido de su existencia consiste en amar de la misma manera que ama el Padre. Como decía Martín Buber: quienquiera hace de la libertad la característica primaria del ser humano, es ciego para la verdadera naturaleza de la vida humana, que consiste propiamente en “ser enviado con una misión” (9). El universo tiene sentido y la justicia social es un imperativo porque el amor de Dios hacia nosotros no brota de una necesidad personal sino que es gratuito. En esta revelación encontraremos la verdadera libertad. Porque el Dios del perfecto futuro es un Dios de abundancia que ni esclaviza ni tolera la esclavitud.
Los pensadores contemporáneos están obsesionados por la idea de que hay que superar los dualismos a toda costa, que todas las diferencias deben ser igualadas, lo natural con lo sobrenatural, laicado y clero, Iglesia y mundo. En esta misma tesitura, a causa de la doctrina de que todos están llamados al mismo grado de santidad por el bautismo, tienden a creer que la distinción entre laicado y religiosos no puede ser mantenida en su esencia. Pero hemos de tener cuidado, no sea que combatiendo los dualismos pasemos por alto algunas importantes distinciones. Puede haber otras distinciones entre vida religiosa y vida laical, que no estén en conexión con la común vocación bautismal a la santidad. Los religiosos, creo, están llamados a una manera diversa de separación del mundo. El religioso no debe estar ni por encima ni más allá del mundo, ni tratar de sustraerse a sus penas, fatigas y trabajos. Pero sí ha de ser la suya una vida distinta y separada, adoptando el muy diferente estilo de vida del peregrino, como lo hicieron los apóstoles, que no permanecieron en sus casas sino que acompañaron a Jesús por el camino. Además, si el religioso debe ser un profeta, como lo reclama más de un comentador, entonces él o ella deben ser diferentes de los demás, de la manera como un profeta es diferente de aquellos a quienes él o ella profetizan. El profeta es alguien que muestra el camino. Los religiosos deben enseñar con sus vidas que todos los cristianos deben estar en el mundo sin ser del mundo; que su grandeza no provendrá de rendirse a los valores del mundo. Sin una distinción entre religiosos y laicos la relevancia e identidad de una auténtica laicalidad cristiana puede estar también en peligro de perderse. Está surgiendo algo nuevo: una síntesis superior. Consistirá sustancialmente en una recuperación, para la conciencia humana, del sentido de lo trascendente y en una nueva comprensión de lo que significa una separación del mundo. El problema del tercer mundo es la pobreza, el problema del primer mundo es el paganismo. El tercer mundo se mantiene aún abrazado al sentido de lo trascendente, aunque ese abrazo pueda a veces ser perturbado por la emoción y las supersticiones y no se traduzca en acción social. El primer mundo en muchos casos, ha renunciado simplemente a ese abrazo. Y haciendo esto no encuentra ya ningún fundamento adecuado para amar al prójimo, al enemigo o al extranjero. La antigua espiritualidad enseñaba que sólo reconociendo la soberanía de Dios podemos evitar el orgullo. Es mediante este mismo reconocimiento que nos haremos compasivos y trabajaremos por la justicia. La verdadera kénosis consiste en caer en la cuenta de que todas las especificaciones humanas -pobre o rico, hombre o mujer, nosotros o los otros- son de importancia secundaria. Lo que es de primera importancia está más allá. Pero el Dios del más allá nos reenvía de vuelta al mundo cuyos habitantes Él ama incondicionalmente como personas y como sociedades. Él nos impone el imperativo moral de la justicia y el mandamiento del amor. A través de una relación con el Señor fundada en la oración, se nos revelará la amplitud de nuestra tarea como cristianos. En la trascendencia redescubriremos la inmanencia. La Modernidad y su necesidad religiosa de ponderar otra vez las palabras del salmista: “En tu luz veremos la luz”.
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NOTAS
(1) En apoyo de una minoría que disiente de esa posición, ver Andrew Greeley and Michael Hout, The secularism myth en The Tablet, June 10, 1989, pp. 665-667.
(2) Faith and Reason, en The Tablet, March 11, 1989, p. 276.
(3) El autor hace un juego de palabras: vocación-pasatiempo, en inglés vocation- avocation (Nota del Tr.)
(4) En castellano en el original (Nota del Tr.).
(5) Ver Catholicism and American Culture, en America, Jan 27, 1990, pp. 54-59.
(6) Can the West be converted? en: International Bulletin of Missionary Research, April 1988, p. 51.
(7) Citado por el Prof. Albert Outler. Toward a Post-liberal Hermeneutics,
en Theology Today, October 1985, p. 290.
(8) Toward the Post-Modern Mind, Crossroad, 1982, p. 25.
(9) The Eclipse of God. Harper & Row, 1962, p. 69.